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Periodistas y escritores, don Tarzán es inocente

 

 

 

 

 

Un rasgo de profesión: nuestra irresistible capacidad para distraernos de lo esencial. Y, ojo al piojo, tengamos muy presente que en el periodismo la distracción es más dañina que la censura. Distraídos estamos, por la sembrada desmemoria, por el chicaneo, por la malaleche, por la congénita inflación…

 

 

Por  Rodolfo Braceli*

 

 

Distraídos estamos por la incesante carie cívica de los buitres de adentro que laboran para producir un apocalipsis social destinado a abreviar los sagrados mandatos de las urnas. Distraídos, además, por esa clase de periodismo al que mucho más que la supuesta “verdad” le interesa el escándalo y la alcahuetería. Redondamente, más que alumbrar, lo que importa es alarmar y extender esa paranoia que se ha convertido en ideología. De derecha, claro.

 

Distraídos como estamos, otra vez se nos pasó de largo la celebración, reflexión mediante, del Día del Escritor y del Día del Periodista y antes, siempre de largo, se nos pasó el Día de Idioma. ¿Casualidad? Para responder a esto retomo algunas reflexiones que habitaron en esta columna. En estos olvidos hay deliberación y alevosía. Por ejemplo, los días del Idioma y del Libro seguro que le da en el hígado a más de un periodista famoso. ¿Por qué? Porque el vocabulario del que disponen tantos estelares oscila entre ser raquítico o ser anémico o ser estreñido. O ser las tres cosas a la vez. No hace falta poseer agudeza de detective para constatar la pavorosa pobreza idiomática de algunos famosos, nada ejemplares. Por ejemplo el 23 de abril, fecha indigesta, le produce cólicos del alma a más de un comunicador estelar. Y a más de una. No es para menos: entre los muy galardonados exitosos, la precariedad del vocabulario conjuga con una sintaxis estreñida que hace juego con la obsecuencia y sumisión de sus músculos reflexivos. Periodistas que presumen de “pensadores” hay a patadas. Escritores que presumen de “escritores”, ni hablar. Estos presumidos, ¿nos recuerdan a quién? Al hombre rey de la selva, aquel noble Tarzán que se agarraba de los gerundios como de las lianas y apenas si emitía una que otra palabra, soltada entre infinitos puntos suspensivos. Los sinónimos, los adjetivos, los adverbios le eran tan ajenos como el peine.

 

Resulta muy explicable el malestar que a ciertos comunicadores les ocasiona la mención de ciertos días. Porque esas fechas se asocian al idioma y esto les produce arcadas. La abundancia de carencias, no hay caso, los desnuda.

 

A propósito del Día del Periodista, no nos vendría mal echarle una miradita a nuestro oficio. Nuestro patrono, Mariano Moreno, nos dejó el legado de su atrevimiento, incomodaba con sus lecturas y con sus escrituras. Más de una vez dijo: “Es preferible una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila”. Un día, cuando iba en barco rumbo a Inglaterra, tuvo un malestar de barriga, le dieron un tecito digestivo y adiós Mariano. Lo enterraron en el inmenso vientre de la mar. Conseguimos algo así como el primer desaparecido.

 

El cura Leonardo Castellani –alguien genial a pesar de estar muy encorsetado por el dogma–, solía soltarse vuelta a vuelta y entonces expresaba, palabras más, palabras menos lo que le daba la reverenda gana; por ejemplo, cosas como estas:  Si los periodista tenemos algo que decir, ¿por qué no probamos decir la verdad”. El cura Castellani también era alguien agudamente incómodo. A él no le dieron un tecito, como a Moreno, pero intentaron desaparecerlo arrinconándolo por años en las Cuevas de Manresa. Un grupo de amigos lo rescató, lo trajeron de vuelta a la Argentina; debió vivir sin celebrar misas, pero no había caso con él, siguió escribiendo, molestando con su fibroso castellano.

 

Karl Kraus no era cura, pero era, como Leonardo Castellani, escritor y periodista. La editorial Taurus rescata por estos días uno de sus libros, traducido del alemán. Es un saludable placer abrirlo al azar. Anota Kraus: “Los periodistas escriben porque no tienen nada que decir, y tienen algo que decir porque escriben”.

 

Alentados por tipos incómodos como Moreno, Castellani y Kraus podríamos afirmar que hay (demasiados) periodistas y escritores que no tiene nada que decir, pero joder, lo dicen lo mismo. No vayamos a confundir este decir con la tan mentada libertad de expresión. Es moda sonora perorar sobre la “libertad de expresión”, libertad que en este 2022 sin duda existe y se la practica hasta el desborde del insulto. Pero…

 

Pero como dice el actor Darío Grandinetti: “Si aquí no hubiese libertad de expresión, quienes eso gritan, no podrían ni terminar la frase”. A propósito de libertad usada a destajo, recordemos el tan pronto traspapelado “vieja chota, hija de puta” referido a la entonces presidenta de la Nación. El insulto fue consumado por televisión y emitido por Miguel del Sel, ex candidato a gobernador de Santa Fe, hace algunos años alzado, por la antipolítica, como ejemplo de la “nueva política”.

 

Ya es tiempo de observar que se atenta contra la mentada libertad, cuando comunicadores estelares se manejan con un vocabulario de galopante escasez.

 

Lo curioso es comprobar cómo algunos conductores televisivos y radiales y columnistas de medios escritos se emparentan con el habla espasmódica de Tarzán, enarbolan un idioma rencoroso, de vocabulario paupérrimo y de sintaxis desesperadamente errática. Algunos de ellos en sus vitrinas hasta ostentan el tan prestigioso Konex de platino.

 

Atención, que esto nos vale para todos: incorporemos a nuestro decir una palabra por semana, 4 por mes, así sumaremos alrededor de medio centenar de palabras más por año. Si los almanaques son generosos con nuestros organismos nos encontraremos con varios centenares de palabras que nos harán superar, por fin, el escueto repertorio de don Tarzán. Nuestra cuestión finalmente es reclamar por la “libertad de expresión”, pero sin atentar cada día contra ella. Así viene la cosa: se trata, al menos, de superar las inevitables limitaciones del pobre Tarzán ¿no?

 

Es tiempo de decirlo: tanta orfandad en el idioma con el que expresamos nuestro oficio, no se arregla ni se disimula prohibiendo el idioma inclusivo en las escuelas. De ninguna manera vamos a acatar la coartada de echarle la culpa al idioma inclusivo de las falencias del aprendizaje en las escuelas y colegios. Al idioma inclusivo se lo podrá prohibir, pero no se lo podrá detener. Un oyente radial lo sintetizó: “Al viento no se lo puede parar”.

 

Por lo demás, el mejor modo de celebrar días como el del periodista y el del escritor será demorándonos en la reflexión, y, ya que estamos, echándonos una miradita. La verdadera libertad de expresión empieza por casa, asumiendo la ética de la sintaxis; por favor, hablando y escribiendo el castellano en castellano. Nada menos.

 

Después de todo, el entrañable Tarzán tiene justificativos para padecer su paupérrimo lenguaje. Él es inocente de toda inocencia; nosotros no. En la selva no hay vacantes. En realidad, en la Capital Federal tampoco; este año faltaron más de 50 mil lugares para los niños de la primaria. Esos niños portuarios, ¿tendrán sí o sí que caer en las escuelas privadas? Caramba, por no decir, carajo. Esos niños o, mejor dicho, esos niñes, viven en una Capital Federal opulenta, poseedora de un presupuesto gigantesco, propio de una “cabeza de Goliat”. Como diría el traspapelado Ezequiel Martínez Estrada.

 

Recién escribí niñes. Confieso que me está costando habituarme al lenguaje inclusivo; pero es lógico, mi oreja ha sido (mal) educada por décadas para la hegemonía masculina. Tiempo al tiempo, la prohibición de la ministra de educación capitalina, señora Soledad Acuña, es, cuanto menos, fascista, y sin retorno, por ridícula. Pero es añudo que la fajen: esta señora no podrá domar la nueva apertura: porque el lenguaje siempre se encauza por el río solidario. Solidaridad, sinónimo de democracia. Un detalle, casi una obviedad: la democracia es inclusiva. O no es nada.

 

 

 

 

* zbraceli@gmail.com   -    www.rodolfobraceli.com.ar

 (Esta nota se publicó originalmente en el diario JORNADA, de Mendoza)



















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