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Ojalá en el 2021, ¡ojalá!

 

 

 

Siempre nos quejamos porque el tiempo se pasa volando. A medida que sumamos edad, los años parecen durar apenas cuatro, cinco meses. Pero el 2020 nos resultó lento, hasta lo insoportable. Todos sabemos porqué: por la pandemia, por la partida de amigos y por la travesura del inconmensurable Diego Armando Maradona.

 

 

 

por Rodolfo Braceli

 

Dicho sea, y pronto: la pandemia no es un invento argentino. Sucede en todo el mundo. Mucho más de media humanidad ahora mismo está en “alerta roja”. La mayoría de los países del primer mundo ya padecieron la segunda ola y vaticinan la tercera. A todo esto: pensar que en esta patria hay tantos y tantas pelotaris que queman barbijos y apuestan al fracaso de esta o aquella vacuna. Aparte de necios, son ignorantes: el odio coagulado en mediocridad no los deja ver ni más acá de sus crispadas narices.

Ojalá es una palabra macanuda por su eficacia y por su sonido; nos viene del árabe y significa “y quiera Dios”. En este rato la utilizaré para proponer brindis reflexivos, pero sin por ello querer delegar nuestras responsabilidades en Dios (suponiendo que creamos en la existencia de Dios).

En nuestro caso “ojalá” significa lo que queramos y lo que hagamos los humanos. Antes de seguir, un detalle: ante un año que se nos va y otro que se nos viene, tengamos un hondo Malbec cerca; y un sacacorcho, por las dudas. Adelante con nuestros deseos:

 

Ojalá el canto de los gallos nos diga el día de mañana. Porque eso será señal que hay gallo y que hay día de mañana ¡y que sigue habiendo canto!

Ojalá en nuestros actos ciudadanos deje de prevalecer la hipocresía, la mezquindad, la zancadilla, el chicaneo, la mala leche, el hasta ahora invencible odio.

   Ojalá, a la hora de apoyar o condenar la vacuna (que es la única solución para superar a esta pandemia que puede llevarse puesta a la humanidad), dejemos los prejuicios de lado. Recordemos que el muro de Berlín ya cayó y que ahora hay otros muros detrás de los que se quieren esconder Estados Unidos, atravesado de paranoia,  y la Europa desolada, envejecida y cansada.

   Ojalá, a propósito de miedos, dejemos de convertir a la histérica paranoia de cada día, en una ideología. La ideología que, es evidente, anida el devastador y obsceno (neo)liberalismo.

Ojalá en el próximo Congreso de la Lengua no olviden convocar a Tarzán. ¿Por qué? Porque, aún más que Borges y que Sábato, Tarzán es uno de nuestros referentes. El vocabulario del hombre Mono atesora una extraordinaria abundancia de carencias. Hace juego con su sintaxis espasmódica y corresponde a su impotencia y estreñimiento. Está por debajo de la línea de pobreza su lenguaje; Tarzán se agarra de los gerundios como de las lianas. Cualquier parecido con el decir de tantos periodistas, alias comunicadores, famosos y exitosos, no es mera coincidencia. (Este ojalá vale aplicarlo, sin ir muy lejos, a un expresidente, muy cercano. Que hasta le resultaba dificultoso leer los penosos discursitos que siempre le escribían serviciales amanuenses.)

Ojalá nuestra sociedad se indigne y se duela y se convoque en multitud y con velitas, también cuando el joven secuestrado no sea rubio y de clase media alta, cuando sea marrón y pobre, el pobre.

Ojalá a los médicos en las recetas se les empiece a entender la letra. Y ojalá le acierten con el diagnóstico, claro. Ojalá llegué el día en que las prepagas y los médicos sólo cobren cuando sus clientes-pacientes gozan de buena salud.

Ojalá que los prolijos y castos chupacirios que reniegan de la conveniencia de los condones no quieran ponernos un condón de la cabeza a los pies, mediante la blasfemia de la censura. Tengamos presente que, si se impone la castidad como método preservativo, la humanidad entera puede desaparecer del mapa cósmico. Desaparecer sin costo económico, sin necesidad de ojivas y de bombas. En silencio.

    Ojalá que la alfabetización sea una absoluta prioridad. Y que más temprano que tarde comprendamos que, por otro lado, hay que afrontar la alevosa y constante analfabetización de los presuntamente alfabetizados. Tengamos presente que hay medios de comunicación, de incomunicación y de descomunicación. La comunicación informa, la incomunicación traspapela y atosiga, y la descomunicación descompone, pudre la médula de eso que vendría a ser el albedrío.

Ojalá nos hagamos cargo de nuestro racismo subcutáneo, de nuestra creciente xenofobia, de nuestra intolerante paranoia. Ojalá aprendamos que el Diferente es diferente porque uno también es diferente al Diferente. Ojalá aprendamos que el hecho de que haya muchos diferentes parecidos a mí, no me autoriza a condenar  a los diferentes que cometen el delito de ser menos cantidad.

    Ojalá aprendamos la tolerancia. Pero sobre todo, ojalá tengamos el coraje crucial de dar un paso más, y superemos la “tolerancia al otro” con el “respeto al otro”. Si consiguiéramos esto, la famosa condición humana sería más humana.

    Ojalá que en esta patria idolatrada se deje de considerar que quien no es campeón mundial de algo es un fracasado, es decir, un pelotudo.

    Ojalá aprendamos que la esperanza no es una comodidad, ni una puerilidad, ni una güevada declamatoria: es un derecho y es un trabajo, una obligación por lo menos. No nos dejemos afanar la esperanza. Los biencomidos y leídos no nos podemos dar el obsceno lujo del desánimo.

    Ojalá aprendamos de una buena vez lo que nos vienen enseñando las Madres Abuelas de Plaza de Mayo. Que la memoria es la forma más ardua de la esperanza. Y que la paciencia no es resignación.

    Ojalá que nuestros comunicadores, artistas e intelectuales si, llegado el caso, por esas casualidades de la vida tienen una “idea”, no pierdan el “conocimiento”.

    Ojalá, más allá de la pandemia, dejemos de besarnos de la boca para afuera / sin arrojo / sin riesgo / sin coraje. Porque es un crimen desbesarse. Ojalá nos arrojemos de cuajo, de cabeza en cada beso / adentro / bien adentro / más adentro.

    Ojalá dejemos de confundir el ruido con el sonido, la impunidad con el heroísmo, la indiferencia con la prudencia, la resignación con la paciencia, la comodidad con la paz, la chatura con el nivel del mar, la desmemoria con la reconciliación.

    Ojalá, más allá de la pandemia, valoremos a los que tienen las manos limpias porque nunca se lavan las manos.

    Ojalá la solidaridad no sea más que un espasmo y que la digestión no sea nuestra única actividad cívica. Ojalá que seamos algo más que intestinos eructantes.

    Ojalá escuchemos, escuchemos con el corazón a los hambrientos: a los que tienen hambre de libros, hambre de justicia, hambre de trabajo, hambre de memoria, hambre de dignidad, hambre de pan. Pan de cada día y de cada noche.

    Ojalá no perdamos de vista el rubor del durazno, el presentimiento de las uvas, la franqueza de la aceituna, el orgullo de la cebolla, la cordialidad del orégano, la emoción de la albahaca, el sincero coraje del ajo.

    Ojalá comprendamos que el albedrío incluye el deber, permanente, de la solidaridad. Sentirse más “libres” por no usar barbijo es cantarse y cagarse en la solidaridad.

    Ojalá tengamos presente que el sol no puede hacerlo todo solo: el sol también necesita de nuestro tráfico de calores. Ojo al piojo: el sol nos puede perder la memoria. En tal caso no nos hará falta recurrir al mentado Apocalipsis.

    Ojalá dejemos de ser ese conato de país que reemplazó la satisfacción de sentirse el mejor del mundo por el patético orgullo de ser el más inexplicable.

    Ojalá aprendamos por fin que al destino no se lo puede coimear.

    Ojalá que la memoria de la opinión pública mundial siembre conciencia ecuménica, para que las guerras preventivas sean llamadas por su nombre: genocidios preventivos.

    Ojalá miremos lo que el dedo señala y dejemos de mirar la punta del dedo.

    Ojalá dejemos de echarle la culpa de la pedrada, a la piedra.

    Ojalá que cada mañana, al salir de nuestra casa, no nos dejemos el corazón olvidado.

Posdata.  Por más abatidos que estemos, no caigamos en el pozo desfondado del desánimo. Los biencomidos y bienleídos y bientechados ¿tenemos acaso derecho a bajar los brazos? Eso sería la traición de las traiciones. Damas y caballeros: en el 2021 no arriemos la esperanza, y no perdamos la vergüenza, y ¡carajo! no seamos obscenos, no caigamos en la indiferencia activa.

El tremendo 2020 de pronto concluyó con noticias luminosas. Entre nuestros ojalá hay uno que ya sucede, que ya es cierto, ¡que ya es Ley! Por esa Ley, soñada por Alicia Moreau de Justo y amasada durante décadas por mujeres lúcidas y valerosas, por esa Ley, justamente, en esta patria el aborto por fin sale de la oscura clandestinidad. Ya es seguro, ya es legal, ya es gratuito, ya es ¡solar! Adiós a la sordidez, adiós a la hipocresía, adiós a la confusión, adiós a la muerte, ¡buendía, Vida! La marea, irrefrenable, creció verde; las mujeres lo supieron conseguir. Y nos da gusto reiterarlo: ¡buendía, Vida!

    Los biencomidos, alfabetizados y abrigados que bajan los brazos y se desentienden de la esperanza, en realidad no merecen tener brazos. Vagos de toda vagancia, ofenden a la Vida, le sobran al próximo censo.

Que no se nos olvide: tenemos el deber y el derecho a celebrar. Para eso recién hemos descorchado el hondo malbec. Recordemos que el vino es la única patria que tiene mástiles para todas las banderas habidas y por haber. Salud y salud ¡y salud entonces!

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zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

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((La primera versión de esta columna se publicó en el diario JORNADA online, de Mendoza.))

 

 

 

 

 

 

 

 

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Redacción

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