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Un tiempo fuera de casa

Desde Dublín (no precisamente nuestra calle en Parque Chas) nos llega la crónica de un argentino nacido y criado en Ciudadela provincia de Buenos Aires -que por razones de estudio viajó a Irlanda el año pasado- a través de la cual describe sus días de pandemia en una ciudad que se siente orgullosa del almirante Guillermo Brown y en la que sus pobladores apoyan en su mayoría la causa de la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas. También la de un país que tomó medidas similares a las de Argentina para el frenar la transmisión del Covid19.

 

 

por Juan Manuel Guarino   

 

Esa famosa frase que reza que la vida te sorprende es un tanto trillada. Pero realmente por más que nos queramos preparar para todo lo que pueda llegar a pasar(nos), el devenir siempre nos descoloca con sus giros inesperados. Y si me preguntan si alguna vez consideré la posibilidad de pasar una pandemia mundial estando en otro país, lejos de mi casa y de mis afectos, “jamás de los jamases” les puedo asegurar que es la respuesta más honesta. De hecho, hasta hace un año a esta altura estaba apenas estaba considerando la posibilidad de estar un tiempo en el extranjero. Y hasta no tener el pié arriba del avión, todo me parecía tan irreal. No solamente por toda la logística y todo el esfuerzo material y espiritual que requiere llevar a cabo una aventura de esta naturaleza, sobre todo para una persona que desde lo económico nunca pasó necesidades pero nunca tuvo lo suficiente como para hacer algo así, sino porque las razones para/por hacerlo fueron multicausales. De todas formas, creo que el deseo de las personas siempre apunta hacia varias coordenadas de nuestras vidas y nunca hacia una sola.

 

El destino seleccionado: Irlanda. La excusa: ir a estudiar inglés con una visa de Study & Work (estudio y trabajo). Los motivos: los dejamos para otra oportunidad. Me voy a enfocar más que nada en la experiencia vivida en estos casi cinco meses desde que llegué a la Isla Esmeralda y cómo me agarró en el interín esta crisis desatada por el COVID-19, o Coronavirus para los amigos.

 

Llegué a Dublín (ciudad capital de Irlanda) a principios de noviembre del año pasado. Con el invierno europeo golpeando las puertas, el clima fue una de las primeras pruebas a sortear. Aunque debo admitir que recién en febrero fue cuando conocí la faceta más despiadada del clima irlandés: lluvioso, ventoso y con una vorágine para los bruscos cambios pocas veces vistas en el transcurso de un día. Y eso que mi amada Buenos Aires tampoco suele ser muy amable con el servicio meteorológico. Lo que sí me sorprendió fue, al estar cerca el solsticio del Norte, la brevedad de los días. Durante fines de 2019, a las 9.00 AM el sol no terminaba de salir aún completamente y para las 16.30 ya estaba todo prácticamente oscuro. Una tendencia que rápidamente empezó a cambiar con la llegada del año nuevo.

 

Dublín es una ciudad pequeña. O al menos no tiene esa densidad que tienen las grandes metrópolis del mundo; basta la comparación con la inmensidad de Londres que está acá nomás. La cantidad de habitantes no llega a los dos millones y en toda la isla (incluyendo Irlanda del Norte) ronda la cercanía de los siete millones. Por su extensión, dinamismo y ésa sensación de “pueblo grande”, es una ciudad que en ese sentido podría compararse con otras ciudades argentinas como Rosario o Mendoza. Así y todo, es una ciudad sorprendentemente cosmopolita. No solamente por la cantidad de latinos que llegaron acá en las mismas condiciones que yo, con el mismo tipo de visa (anonadado por la cantidad de brasileños que encontré y sigo encontrando), sino por la increíble diversidad cultural mundial que convive con la de los Irish. Por ejemplo, se sorprenderán al ver la inmensa comunidad asiática que prácticamente domina el rubro de la gastronomía en la zonas más céntricas de Dublín.

 

No obstante, Dublín (al igual que el resto de Irlanda) mantiene los rasgos característicos adquiridos a lo largo de una riquísima (y trágica) historia. Para describirlos me voy a basar en unos párrafos de un libro de Pierre Rey:

“En Irlanda, música, lenguaje y poesía: impera el oído. (…) fuera de la belleza casi trágica de algunos paisajes, no se ofrece nada a la vista; para la mirada queda todo por descubrir, es decir, por tomar. (…). Allí, las casas son funcionales. Paredes y un tejado contra el cielo, una chimenea para que en ella agonice sin calor un fuego de turba, ventana para el aire y la luz.

Ningún ornato. El hombre, por una especie de humildad ante la evidente perfección de la naturaleza, parece haber renunciado a agregarle su mano – urbanismo, arquitectura, monumentos – cosa alguna que pueda modificar su configuración. Excepto una cosa: las Georgian Doors.

El más miserable de los barracones de la periferia de Dublín posee al menos esa singularidad cuya originalidad rompe la monotonía: su puerta. Ofrecida a todos, a ninguno se abre; laqueada con colores vivos (…), adornadas con magníficos aldabones de cobre con reflejos dorados, centellean sobre el hormigón, el ladrillo o el adobe con la intensidad de un sol en mosaico.” (“Una Temporada con Lacan”, 1989)

 

Volviendo a los mencionados giros inesperados de la vida, este libro me llegó unos meses antes de mi viaje. Y recién pude comprender el significado de estos párrafos al pasar un tiempo viviendo acá. De todas formas, también hay que decir que la descripción de Pierre Rey, aunque precisa, es un tanto incompleta. Edificios monumentales como el del Trinity College (que data de 1592), el del correo (epicentro de los enfrentamientos de la Revolución de 1916), el de la aduana; la estatua de Daniel O’Connell (el “libertador”); el área de Temple Bar, con calles de piedra y aglutinando los bares más emblemáticos de la ciudad,  a un costado del Río Liffey, ese inmenso caudal de agua encargado de dividir a la ciudad en Norte y Sur, son todos lugares de Dublín que valen la pena descubrir y redescubrir. Y en el medio de todo eso, los Irish. Con quienes no he tenido tanta posibilidad de interactuar con ellos por la dinámica de mis actividades vividas hasta este momento pero así y todo he tenido tiempo para tener encuentros interesantes con algunos de ellos.

 

En líneas generales el ser humano del mundo occidental está cortado por la misma tijera. Vamos, nosotros somos un país que nació de la inmigración (posterior a la invasión) europea. De modo que grandes diferencias no vamos a encontrar. Por supuesto, nuestra afinidad histórica va a estar siempre más ligada a España y a Italia que a los países europeos angloparlantes, a los teutones, escandinavos o eslavos. Y demás está decir que no tienen mucha idea de lo que ocurre en latitudes tercermundistas como Sudamérica. Más allá de Messi o Maradona y alguna otra referencia a la cultura popular criolla, creo que esto también sirve para enterrar algunas rasgos del argentino medio que siempre está pendiente de cómo nos ven en el resto del mundo. Hasta sorprende que un país con una tradición católica tan fuerte como Irlanda no esté tan al tanto del lugar de donde viene el actual Papa, o al menos eso me han demostrado los locales hasta ahora cada vez que se tocó el tema de Francisco. Lógicamente, uno generaliza. Al tener contacto con algunos veteranos irlandeses, como es el caso de algunos docentes en mi escuela, uno podrá disfrutar de un interesante intercambio cultural. En general son amables, grandes bebedores de cerveza (la Guinness aquí es simplemente deliciosa) y de Whiskey, y el pub constituye para ellos un segundo hogar. Los más veteranos muestran un indisimulable agrado al encontrarse con un argentino, entre otras cosas, por el vínculo de nuestra historia con el Almirante Guillermo Brown. En efecto, esto sí resultó toda una revelación para mí dado que nunca imaginé que la historia del Padre de nuestra Armada Naval pudiera tener algún significado para los habitantes de esta isla. Pero eso se debe a que omití el detalle de que Brown nació en 1777 en Foxford, Irlanda. Y el reconocimiento por parte del pueblo irlandés es tal que Brown tiene su propia estatua ubicada en el área de los Muelles de Dublín, al costado del Río Liffey, y a unos metros del puente de Samuel Beckett. Pero quizás sea más importante destacar cierta afinidad creada en torno a la Guerra de Malvinas. Una vez que uno indaga en la historia irlandesa no habría que sorprenderse tanto de que, luego de muchos siglos de ocupación y de sometimiento sufridos por parte de Inglaterra, los Irish hayan manifestado su apoyo hacia nuestro pueblo en lugar de dárselo a sus vecinos de acá enfrente durante el conflicto de las Falklands. Tener presente esto en el transcurso de otro 2 de Abril, estando aquí en este país de orígenes Celtas y de riquísima cultura literaria (Oscar Wilde, James Joyce, Beckett, etc.), hace que el sentimiento de nostalgia generado por estar lejos de casa cobre otras dimensiones.

 

Hablando de los Celtas, me sorprendió ver cómo el gobierno local fomenta el uso del idioma gaélico (dialecto autóctono de Irlanda); prácticamente no hay cartel o señalización que no esté escrita tanto en inglés como en gaélico aunque pese a eso son muy pocos los que lo hablan en esta isla y suelen ser los más veteranos. Aunque pareciera ser que las brechas generacionales no se agotan únicamente en cuestiones de idioma. En las últimas elecciones legislativas celebradas el 8 de febrero último, se impuso por un estrecho margen el partido Sinn Féin (izquierda), lo que ha significado superar a los dos partidos que tradicionalmente dominaban la política irlandesa; Fine Gale y Fiana Fáil (partidos de derecha). Este dato podría sorprender teniendo en cuenta que Irlanda es uno de los países que más ha crecido económicamente en las últimas décadas, lo cual podría suponer una locura intentar si quiera algo con la “alternancia” política. Sin embargo, de acuerdo a algunos medios locales, este cambio se vió reflejado en los votantes más jóvenes que pese al buen manejo de la economía por parte de los partidos más tradicionales consideraron que era momento de un cambio. Y si uno observa más detalladamente se pueda quizás entender el por qué; de acuerdo a las estadísticas, Irlanda es uno de los países que ha producido más nuevos millonarios en el mundo y su alto costo de vida per cápita se ve traducido en los altos sueldos que suelen pagarse aquí en comparación a otros países de Europa. Sin embargo, eso no los deja exentos de ser un país con un importante número de gente en situación de calle y si bien la asistencia del gobierno es digna de ser destacada, por las calles de Dublín son muchos los grupos de ayuda comunitaria y acción social que se encuentran trabajando día y noche pidiendo por los más necesitados. Y puedo dar fe que no es nada agradable estar en situación de calle en pleno invierno dublinense.

 

Sin embargo, marzo llegó y el Coronavirus nos explotó a todos en la cara. Si bien se venía hablando del tema desde comienzos de 2020, debo incluirme entre los tantos que subestimamos el problema. Pero no fui el único. Con el correr de las semanas, acá al igual que en el resto del mundo, el tema fue cobrando cada vez más fuerza. No obstante casi nadie esperaba que sucediera lo que está ocurriendo ahora mismo sino hasta los primeros días de marzo. Incluso aquí ya se estaba preparando todo para la tradicional fiesta de Saint Patrick (17 de marzo) pero cuando estallaron los focos de infección en Italia y en España, y el Coronavirus ya pasó a ser un tema de preocupación a escala global, el gobierno se vió forzado a suspender toda actividad escolar y turística, como así también casi toda actividad social. Colegios y Universidades fueron los primeros; inmediatamente se procedió al cierre de casi todos los rubros relacionados con hospitality (hoteles, bares, restaurantes, pubs, boliches, locales de entretenimiento, etc.); todos los eventos de cualquier índole, sean nacionales o internacionales, fueron cancelados o postergados; luego le siguieron casi todos los demás comercios relacionados con casi cualquier rubro y es prácticamente imposible salir a las calles y encontrar algo abierto; incluso varios locales de las cadenas más importantes del mundo como Mc’Donnalds, Burguer King o Strabucks, si bien al principio parecían haber resistido la embestida, hoy varios de ellos están cerrados o funcionando con capacidad muy limitada; las instrucciones para salir de casa a trabajar son estrictas y se debe hacer en casos de extrema necesidad o en donde trabajar desde el hogar sea una imposibilidad. El uso del transporte público también está limitado. Solamente supermercados y farmacias, por la naturaleza del problema, se mantienen operando con normalidad. Otros sectores que siguen trabajando casi con normalidad son los de la construcción (en algunos casos) y toda la logística relacionada con insumos alimentarios y médicos.

 

A diferencia de otros países, el gobierno de Irlanda reaccionó con bastante inmediatez frente al problema. Si bien el temido colapso económico que se preveía fue inevitable (ya se estiman pérdidas millonarias en casi todos los sectores) lo que se busca, como en todo el mundo, es que la curva de infectados no aumente exponencialmente y haga colapsar el sistema sanitario. En ese sentido, el gobierno local tomó una medida que le hizo levantar las cejas a casi todo el mundo: estatizar todo el sistema de salud hasta que pase la crisis. Hay quienes sostienen que después de que pase todo esto, en muchos sentidos, las cosas ya no volverán a ser como antes y quizás esta gesta política sea una de las más relevantes al respecto. De momento, dadas las últimas cifras arrojadas, y más allá de la importante cantidad de afectados (es inverosímil arrojar una cifra puesto que cambia a cada segundo) la tasa de mortalidad causada por el virus aquí, por ahora, es casi nula. Asimismo, la asistencia económica por parte del gobierno para todos quienes se vieron afectados por la pérdida de sus empleos (entre ellos, quien suscribe) fue inmediata y en ése sentido, más allá de todas las desprolijidades administrativas inevitables en una situación sin precedentes como la actual, mis más sinceros respetos ante la administración gubernamental.

 

En cuanto al futuro, al igual que en cada rincón del planeta, está abierto un inmenso signo de interrogación. Nadie sabe con exactitud por cuánto tiempo se va a prolongar esta situación ni cómo saldremos de esta. La coyuntura en algún punto me parece tan irreal como el mismo momento en que abordé el avión para llegar aquí. Es decir, cuesta dimensionar y llegar a una comprensión total de lo que uno está atravesando. Intentar describir siquiera los sentimientos de estar lejos de tu tierra y de tus seres queridos; en una situación de emergencia mundial; conviviendo con gente de otros países a la vez que uno no terminó de acoplarse nunca a una nueva realidad (puesto que en mi caso sigue siendo todo muy reciente) y, en definitiva, viviendo una realidad en donde uno cae en la cuenta de que es muy poco lo que tiene bajo su control, me llevaría infinidad de caracteres hacer una descripción lo más precisa posible. No obstante, estas situaciones por más extrañas que parezcan y por más que causen temor (realmente lo hacen) nos pone a la vez con un sinfín de posibilidades frente a todo y frente a nosotros mismos como seres humanos. Nos permite vivir experiencias que nos transforman de una manera en la que jamás hubiéramos imaginado. Pero de esto se hablará en otra ocasión. Hoy lo prioritario es preservar la salud. La nuestra, la de nuestros seres queridos y la de quienes ni siquiera conocemos. Por eso es imperativo hoy más que nunca ser responsables y acatar lo más rigurosamente posible todas las medidas sanitarias que haya que tomar. Estoy seguro que será maravilloso el día de mañana poder mirar atrás todos juntos y poder contarnos cómo salimos de todo esto.

 

Sláinte!

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