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Recuerdos de aquellos tiempos felices

 

 

 

 

 

Nacida y criada en Parque Chas, Lilian Garrido escribió un texto dedicado a su querido Club Social y Deportivo “El Trébol”, que el 21 de septiembre cumplió 80 años. Lugar ubicado en el corazón del barrio, al que considera como una parte importante de la historia de su vida y la de sus afectos.

 

 

Por Lilian Garrido

 

Las cosas cambiaron radicalmente desde hace ya muchos años, pero en mis tiempos de infancia, estoy hablando de los años 60, El Trébol parecía un espacio reservado a los hombres. No recuerdo haber entrado al club de la mano de mi mamá o de alguna de mis tías. Mucho menos de mis abuelas. Supe que en un tiempo hubo funciones teatrales para un público muy amplio, que había festejos de los socios con cenas mixtas, y puedo asegurar que los bailes de carnaval y el concurso de disfraces que organizaba el club en la plaza tenían asistencia completa de las familias. Sin embargo, y lo pienso ahora, mientras escribo, ¿había socias mujeres? Quizás sí, pero no conocí a ninguna.

Mi entrada triunfal en El Trébol la hice con mi tío Tulio, que me llevó en el cochecito, cuando era una beba de un año. Después, un poco más grande pero aún una nena, iba con mi papá los domingos a la mañana. ¡Eso sí que era divertido! Muchísimos socios, mis tíos entre ellos, jugando al truco, al tute y al billar (había dos mesas de billar contra la pared donde está pintado el mural “Mitología porteña”). Mi viejo no jugaba a nada, pero conocía a todos, así que iba a conversar y, de paso, a tomar algún vermouth. La primera vez que tomé Cinzano fue en El Trébol. El buffet estaba en una esquina del salón, medio en chanfle, creo, y lo atendía Juan, un señor mayor, portugués. Me llamaban la atención su acento y sus anteojos oscuros y, sobre todo, la concentración que ponía en servir en mi vaso un centímetro de vermouth y mucha soda. Eso era lo más encomiable: que Juan lograra concentrarse en medio de esa multitud que clamaba por alguna bebida y algo para picar. Cierro los ojos y todavía puedo escuchar ese griterío uniforme, que era, digámoslo sin eufemismos, la música del club.

Entre los ¡truco!, ¡quiero retruco!, ¡quiero!, los golpes secos de los tacos de billar, las risas, las discusiones -algunas muy encendidas-, el presidente del club, Ernesto Piaggio, socio fundador, de saco y corbata, pasaba entre las mesas conversando y vendiendo rifas. Nunca supe cuál era el premio, pero lo recaudado iba para el club. Don Ernesto se esfumaba y, de pronto, reaparecía con un pequeño bolillero que apoyaba sobre una mesa. “¡Nena, vení! A ver a quién le das suerte hoy”. Por unos minutos se suspendían los juegos de naipes y la nena, que se sentía una privilegiada, lo hacía girar y sacaba la bolilla con el número ganador. Luego, todo volvía a la normalidad y el bullicio ensordecedor se adueñaba nuevamente del recinto.

 

Salón de la sede del Club El Trébol durante el homenaje al poeta Luis Luchi. (Abril de 1991. Gentileza Lilian Garrido)

 

En la Presidencia del club, esa pieza del fondo adornada con banderines, medallas y algún diploma, se exponían las copas ganadas en torneos. Recuerdo que había una pequeña biblioteca, cuadernos, algunos biblioratos y, lo más importante en aquellos años, el teléfono y las guías telefónicas. En una vieja libreta encontré el número del club: 52-3858. A veces alguien llamaba preguntando por alguno de los que estaba jugando en el salón. Recuerdo a Ernesto Piaggio intentando ubicar, a viva voz, desde la puerta de su despacho, a la persona requerida. Además, en tiempos en que no había teléfono en todas las casas, El Trébol prestaba el suyo. Ante una necesidad, el club era solidario. Uno de esos domingos en los que íbamos con mi padre, entró una vecina a pedirlo. Esa “música” de risotadas y gritos, con puteadas incluidas (el juego se defendía con vehemencia), sonaba a todo volumen.  Estaban todos tan concentrados en sus cartas, que parecía imposible darse cuenta. Sin embargo, un muchacho la vio. La vio y ahí nomás gritó “¡una mujer!”. Ese grito, claro y conciso, fue cruzando el salón mesa por mesa y como por arte de magia, en segundos, el silencio fue sepulcral.  Recién cuando partió, al aviso de “¡se fue!”, las voces fueron subiendo y se recuperó el clima encendido. Había códigos y reglas tácitas: prohibido decir groserías delante de mujeres.

Durante mi adolescencia me alejé un poco del club. No era un espacio para chicas y no porque estuviera establecido, sino simplemente porque era así y porque los clubes de barrio, en general, eran así (o eso me parece). Mi hermano y mis primos varones, en cambio, conservaron su barra del barrio en El Trébol. Cuando se inauguró el mural “Mitología porteña”, cuya ejecución fue dirigida por el maestro Pedro Gaeta, en septiembre de 1989, hubo una gran fiesta y me tocó decir algunas palabras. Me reencontré, en el mismo club de siempre, con la nena que se divertía haciendo girar el bolillero. Fue muy emocionante: me vi chiquita entre las mesas y adulta en un escenario. Sentí que el Club Social y Deportivo El Trébol, en el corazón de Parque Chas, era una parte importante de mi historia, un lugar del que nunca me había ido.

El Trébol nos abrió siempre sus puertas para muchas actividades culturales. El 20 de abril de 1991, organizamos en el club aquel homenaje al poeta Luis Luchi, una de las veces que desde Barcelona volvió a visitarnos. Fue una fiesta muy hermosa y concurrida. El 22 de octubre de 2022, El Trébol brindó su espacio para el Festival Internacional de Poesía (FIP) de Parque Chas “Luis Luchi”. También lo brindará este año para el FIP, que se hará el 4 de noviembre, y sumaremos al encuentro de poesía un homenaje a Pedro Gaeta. ¿Y en qué otro lugar se harían estas actividades sino en el club El Trébol, tan importante y significativo en nuestro barrio?

¡Felices 80, querido Trébol! Y muchas gracias. Tus 4 hojas nos dan suerte.

 

Pedro Gaeta, durante la inauguración del Mural «Mitología Porteña». 21 de septiembre de 1989. (Gentileza Lilian Garrido)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Redacción

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