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“Nosotros y el laberinto”

 

 

 

«Comparto este cuento inspirado por la misma idea que surgió una noche de 2013 y que diera vida al argumento que, gracias al talento de Pablo David Sánchez y Fabricio Basilotta junto a un gran equipo, se convirtiera en el cortometraje de dibujos animados “Una esquina imposible“. Hoy en el marco de los festejos del barrio les deseo un feliz cumpleaños a quienes viven y vivieron entre las calles del Laberinto de Buenos Aires. El siguiente cuento resultó ganador del Concurso “Yo te cuento Buenos Aires VII” de la Legislatura de la CABA. Fue publicado junto a otros cuentos en una antología que fue presentada en la Feria del Libro 2018 y en la Biblioteca de la Legislatura. El objetivo fue homenajear a quienes fueran nuestras abuelas y abuelos en el contexto de un barrio mágico y extraordinario» [Ariel Klein]

 

 

 

Cuento:

 

Yo tenía ocho años, y ocho años tenía solamente Parque Chas cuando ocurrió esta historia que voy a contarles. Hoy aún no es fácil creerle a taxistas, periodistas o peatones cuando se trata de saber en qué barrio está parado uno. Pero los que vivimos acá, sabemos dónde queda Parque Chas y dónde no. Y cuando yo tenía ocho años recién hacía el mismo tiempo que la ciudad de Buenos Aires había reconocido a Parque Chas nuevamente como un barrio independiente. Diríamos que es un barrio más, pero no todos los barrios son un laberinto de calles y no todos los barrios nos permiten caminar de una ciudad de Europa a otra. Sí, es así. Acá vas de Liverpool a Londres en solo un par de baldosas, y de Cádiz a Marsella sin que te des cuenta. Salvo algunas callecitas desubicadamente rectas y con nombres poco exóticos tales como “Ávalos”, “Victorica” o “Gándara”, si entrás a Parque Chas lo que te espera es el sorprendente paisaje de algunas diagonales, de unas tantas curvas, de demasiadas semi-curvas y de algún circulito perfecto que te va a llevar de la esquina de la Plaza a la otra esquina de…la misma Plaza. Árboles en todas las calles, pájaros y un sinfín de casas coloridas y bajas. Así, entre calles aburridas que te sacan del laberinto y calles mágicas que te pierden en aventuras, se pasa la vida. Acá nací y acá me crié. Y acá sucedió la historia de mi abuelo, porque si alguien me mostró la magia de este barrio fue él. Mi abuelo que vino de Europa, aunque de ninguna de las ciudades que homenajean nuestras callecitas de Parque Chas, podía convertir una caminata aburrida en un paseo inolvidable.

 

Cada tanto, mi abuelo y yo nos tomábamos un rato de alguna tarde soleada para ir en busca de nuestra aventura, nuestro próximo destino europeo que siempre era una incógnita. Avanzábamos de la mano hasta que de pronto la baja estatura de mi abuelo se detenía junto a algún cartel, sus ojos verdes rebotaban en el nombre de la calle, luego en los míos y, finalmente, se arrodillaba para susurrarme algo al oído. Entonces, yo cerraba los ojos y escuchaba sus palabras que se iluminaban en mi imaginación como las hojas cuando el atardecer de abril las dora.

 

El abuelo había tenido que recorrer Europa para sobrevivir antes de llegar a la Argentina. Tenía dos cosas: mucha memoria y el talento de transformar esos recuerdos en imágenes maravillosamente bellas. Así, cuando nos deteníamos en “Dublín” podía escuchar las notas del gaitero que practicaba a metros de su casa en Irlanda; si lo hacíamos por “Londres” me maravillaba ante la imponente torre del Big Ben, que él mismo había visto cada mañana camino a su trabajo y, cuando circulábamos, de la forma más literal imaginable, por “Berlín” sus recuerdos me llevaban al muro que dividía la ciudad. Cada calle con mi abuelo era un pasaje al lado mágico de esas ciudades. Y así pasaban las tardes, mañanas, otoños, primaveras y el barrio era ese laberinto donde aún perdidos siempre hallábamos el camino hacia una nueva aventura.

 

Un día me confesó un secreto que él había descubierto de tanto explorar el barrio. Una de las esquinas de Parque Chas era una esquina que no podía, por lógica, existir pero que existía: una calle que hacía esquina consigo misma. Estaba cerca de esa otra calle donde la magia de mi abuelo me había hecho ver los templos dorados por el atardecer, y esas columnas imponentes sobre colinas anaranjadas, ¡Atenas! Sin embargo, el abuelo guardaba en secreto el lugar de la encrucijada. Me había dicho que esa esquina nos permitía transportarnos a un lugar no tan distinto del barrio, pero desde donde los colores se veían más vivos y gente de otros tiempos cada noche se reunía en un carnaval inolvidable. Él lo había descubierto una madrugada, casualmente en el día de uno de sus cumpleaños. Ante mi inevitable pregunta, el abuelo prometió llevarme el día de su próximo cumpleaños para conocer esta esquina imposible. Por mi parte, sin poder esperar a conocerla, comencé a imaginarme cada noche el momento en que juntos viéramos ese carnaval. Viajar en el tiempo con sólo doblar a la esquina… Pero los meses pasaron y algo comenzó a sucederle a mi abuelo. Paseábamos cada vez menos y, pese a conservar su entusiasmo, lo notaba más débil, con su gran energía apagada como obra de un sorpresivo eclipse. No le di importancia y mantuve en el calendario la fecha resaltada en un lugar de honor. Mientras tanto, yo intentaba deducir cuál era la esquina… ¿Sería cerca del volcán de Nápoles? ¿Entre esos azules barcos de Hamburgo? ¿Estaba en el frío paisaje de Varsovia o en reflejada en el hielo de Oslo? No lo sabía y, aunque sabía que necesitaba al abuelo para llegar, me costaba esperar.

 

Empezaron mis problemas cuando un día, mis padres, con lágrimas en los ojos, me confesaron que el abuelo se había ido para siempre. Y, si algo me dolió tanto como perder a mi abuelo, fue haber perdido la posibilidad de sumergirnos juntos en esa última aventura. A partir de entonces comencé a vagar en soledad por las calles, que ahora lucían grises, azules, apagadas y silenciosas. Intenté encontrar esa magia olvidada pero ni siquiera mi imaginación infantil podía logar que Moscú, Estocolmo o Belgrado me devolvieran algo al cerrar los ojos frente a sus carteles. No veía cúpulas, calles empedradas europeas, no escuchaba esa música ni podía asomarme a las ciudades caminadas mil veces por mi abuelo. El abuelo se había ido para siempre y lo único que me quedaba de él era un mapa del barrio en el que la desconocida esquina no estaba marcada. Mi triste suerte me llevó a contar los días esperando que por fin en el día del cumpleaños del abuelo, se iba a producir en esa esquina el mágico encuentro entre nosotros. Finalmente, el 13 de abril, sentado sobre el piso de mi cuarto frente a la foto que me había tomado con el abuelo en la fuente de Victorica, cerca de mis atesorados juguetes y del invaluable mapa y a minutos de que la medianoche sonara en mi reloj, el sonido del viento agitó las ventanas. Dentro del cuarto, sólo mis suspiros vencidos. Cuando una violenta ráfaga abrió la ventana y un remolino invadió mi cuarto arrastrando el mapa hacia la ventana, y en mi desesperado salto fallé al intentar atrapar el papel que se estaba por escapar volando hacia la calle, vi cómo misteriosamente la ventana se cerró y el mapa comenzó a planear errático hasta posarse sobre mi lámpara encendida. Entonces mis ojos se abrieron y mi boca susurró: “Bauness y Bauness”. El mapa se había proyectado a trasluz sobre el techo de mi cuarto y en una esquina, apenas perceptible, tímidamente marcada con la letra del abuelo, estaba aquella esquina marcada con tinta invisible.

 

No perdí tiempo siquiera en abrigarme porque sentí una urgencia muy real. Me precipité por las escaleras sin pensar demasiado y hacia la calle, corriendo sin rumbo. Pasé Berna, caí dos veces en el círculo de Berlín, tropecé con Tréveris. Curvas, círculos, diagonales. Entre la desesperación de mi carrera y la geometría urbana me sentí tan desorientado que pensé que ya debía ser medianoche y que el momento justo, la última posibilidad de volver a ver a mi abuelo; se había diluido. Fue entonces que un resplandor me alejó de la Plaza donde estaba varado, casi hipnotizándome. Con cautela me acerqué hasta que la luz de esa esquina me cubrió completamente. No pude abrir los ojos. Pero no fue necesario. Un abrazo me contuvo, como ningún otro podía hacerlo en el mundo. Y me fundí en ese abrazo en silencio. No fue necesario pronunciar ni escuchar palabra alguna. Los dos lo supimos.

 

 

 

 

 

 

 

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Redacción

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