La cadena
El cuento La Cadena que publicamos hoy, fue escrito por nuestra vecina Inés Kreplak y forma parte de la antología 2020 del grupo Balotash.
Caminaba rápido. Sus piernas largas parecían dar zancadas. Giraba la cabeza y miraba de costado cada tres pasos. El blanco de sus ojos contrastaba con el tono de su piel. Sus labios eran carnosos. Cargaba en uno de sus brazos musculosos una estructura de madera forrada con pana de la que colgaban decenas de cadenitas y relojes dorados y plateados que brillaban artificialmente. De su cuello también colgaba una cadena. Yo esperaba el colectivo en la parada, llegaba tarde a la primera sesión para colocarme las nuevas orejas cóncavas. Había elegido que fueran amarillas, mi color preferido. Movía la pierna derecha en el lugar como tomando el pulso de una canción ansiosa. Cada tanto cambiaba de pierna como si fuera una coreografía de concurso de televisión, mala y previsible. Lo vi pasar y sin pensarlo demasiado le chiflé, me escuchó porque tuvo una reacción, pero solo miró y siguió. Le grité eu, chst, esperá. Caminó más rápido aún. Pensé en seguirlo, pero justo tres colectivos de la misma línea se acercaban a la parada. Extendí mi brazo derecho y frené uno. Me subí. Por la ventanilla lo observé hasta perderlo de vista. En el camino el colectivo tuvo que desviarse cuatro veces de su recorrido habitual. La ciudad parecía un campo minado donde muchas de las bombas habían explotado. Las calles estaban repletas de cráteres. Vallas de plástico rodeaban las grietas y las separaban de la gente. Como estaba llegando tarde y el colectivo iba a hacer su quinto desvío, decidí bajarme y atravesar la calle cortada a pie. En el primer control de seguridad, pasé mi cara por el censor. La luz verde se encendió y atravesé la pared transparente. Una señora con dos bebés y un nenito intentaba llegar al otro lado, pero la luz roja se lo impedía. Chocaba la cabeza una y otra vez. En el último intento cayó al suelo. No pude quedarme a asistirla. Ya de noche, al volver al barrio, lo vi de nuevo. Estaba sentado en el hall de entrada de un edificio. Su espalda ancha estaba arqueada e intentaba cubrir sus piernas para repararse del frío. Me acerqué. Al verme se paró. Le dije que no tuviera miedo, quería ayudarlo. Parecía no entenderme. Escuchamos acercarse la sirena de la guardia civil. Lo agarré de la mano y empecé a correr. Me siguió. Entramos a mi barrio, en donde todavía no estaban habilitados los censores por un problema en la licitación. Las calles circulares hacían más difícil el tránsito de los autos en velocidad. Atravesamos las dos plazas y llegamos a la puerta de mi casa. Apoyé el pulgar y la puerta se abrió, le hice señas para que me siguiera. Él miró a los dos lados y accedió. Ya adentro se quedó tieso. Serví dos vasos de agua, le acerqué uno. Los dos estábamos agitados. Me saqué la campera y le mostré el baño, le ofrecí darse una ducha de agua caliente. Aceptó. Le dejé una toalla y cerré la puerta. Cuando salió me miró e hizo un gesto hacia abajo como agradeciéndome. Do you speak english? Vous parlez français? Hizo una pequeña mueca que yo interpreté como sonrisa, pero no me respondió. Estaba segura de que me había entendido. Abrí la heladera y saqué comida. La puse sobre la mesa y se la ofrecí. Agarró un pedazo de tarta y se lo metió entero en la boca sin terminar de tragar, tomó otro, la comida se le salía por las comisuras. Me quedé mirándolo hasta que él levantó la vista. Se detuvo. Entonces le hice un gesto para que siguiera. Observé las venas marcadas en sus brazos y el tribal que tenía tatuado. Siempre sentí especial atracción por los brazos masculinos. Le pregunté por sus cosas. ¿Y tus cadenitas? ¿Tus relojes? Me miró y tomó agua. Your watches and your… hice el gesto de algo que cuelga en el cuello gold chains. Me reí. Buah, gold, es un decir. Me volví a reír sola. Él señaló la cadenita que colgaba de su cuello, la levantó levemente, pero no me respondió. Le dije No, no, the others, pero no hubo caso. Al rato, le dije que tenía mucho sueño, que me iba a dormir. Le ofrecí acostarse conmigo en la cama, que era dos plazas e hice una seña de algo ancho con las dos manos abiertas en paralelo. Hizo que no con la cabeza. Le llevé una almohada y una frazada y le señalé el sillón. En mi habitación me desvestí, hubiera querido que entrara en ese momento, por accidente tal vez, y me viera desnuda. Me puse el camisón y salí al baño, él se había recostado en el sillón y tenía los ojos cerrados. Pensar que estaba estrenando el conjunto de encaje nuevo. Decidí que quería dormir cerca así que llevé el colchón que tenía debajo de mi cama al living. Me acosté justo debajo de él. Lo miré dormir mientras lo imaginaba en su país de origen, tal vez en el campo cosechando algún vegetal. Me imaginé a mí vestida de verde militar con un sombrero de paja acalorada con un abanico en tonos amarillos y anaranjados. Cuando me desperté él ya no estaba ahí. Lo busqué en el baño, en el patio, miré hacia la medianera para ver si encontraba alguna huella. Salí a la puerta de calle y volví a entrar. Sobre el sillón brillaba su cadenita dorada. La agarré y la colgué de mi cuello. Encendí la televisión para ver si había nuevos tarifarios de acceso, pero no encontré nada. Los noticieros se repartían entre análisis sobre el clima, resultados en competencias deportivas y una nueva aplicación que, a cambio de la foto de tu cara, te decía qué especie de ave serías. Anoté la dirección de la página para chequearlo en cuanto volviera a casa. Me alisté y salí a la calle. Tenía la sesión de ajuste de las orejas nuevas. El color no había quedado exactamente en el tono de amarillo que quería así que lo iban a mejorar. Fui caminando a la parada del colectivo. Un nuevo cráter se había abierto en la calle de la esquina. Una fila de catorce estructuras de plástico lo bordeaban. Menos mal, pensé. Qué gran invento el de mi padre. Salvaba vidas. Si no alguien distraído podría caerse y lastimarse. Caminé tres cuadras hacia la parada. Miraba para todos lados a ver si podía encontrarme con el hombre. Quería preguntarle si había dormido bien, por qué se había ido sin que desayunáramos, también podría ofrecerle que volviera a casa cuando quisiera, comprar café de su país, si extrañaba, tal vez en algún momento hasta podría mostrarle mi nuevo conjunto de encaje. Una barrera de guardias civiles impedía el paso en la avenida. Los nuevos censores de rostro habían llegado a la comuna. Me sorprendió lo rápido que habían podido resolver el tema de la licitación. Hice fila para pasar por el radar de la izquierda, el que estaba más cerca de mí, y al esperar los tres segundos correspondientes, avancé confiada como siempre, pero me choqué la cara contra el plástico invisible. Auch, grité. Di un paso hacia atrás y arremetí. Pero la luz roja se encendió. Se me acercó una guardia. No puede pasar, señora. ¿Cómo que no puedo pasar? Siempre puedo, respondí. La guardia insistió con que retrocediera. Señora, acate las órdenes o la vamos a tener que detener. Me desesperé, les grité que me devolvieran la plata que había invertido en el nuevo gobierno, muchos habíamos depositado parte de nuestros ahorros para que ganaran, también me lo debían a mí. Tengo que pasar, tengo un turno médico. Nadie me respondía. Nadie me miraba tampoco. Tomé una baldosa suelta del cráter más cercano y la tiré contra el muro invisible, la baldosa cayó al suelo de mi lado. Agentes de la guardia civil me redujeron y me metieron en su camión celular. Antes de subir me dijeron que me quedara tranquila o me iban a encerrar con los monos. En el camión estaba él. Ni bien lo vi quise saludarlo, pero en seguida noté que a su lado había una mujer y cuatro chiquitos con pelos crespos y un poco desaliñados. Se tomaban de las manos. Me miraban con los ojos bien abiertos. Él rezaba cabizbajo en un idioma inentendible. Grité para que un guardia civil me viniera a rescatar, les dije que debía ser un error, que podían llamar a mi padre, que seguro podría arreglarse todo pronto. Tenía derecho a una llamada. Me dijeron que igual tenía que ir a la comisaría. Les dije que éramos aportantes principales del gobierno local. Mi padre era uno de los ingenieros que fabricaba los plásticos que protegían los cráteres. No me creyeron. Me dejaron adentro, encerrada con ese hombre, esa mujer y esos chiquitos. Cerraron la puerta, encendieron la sirena y el camión celular empezó a andar. Cuando frenaba e iba más lento entendía que estábamos pasando por un nuevo cráter que nos hacía desviarnos y congestionar el tránsito. Me di cuenta de que todavía llevaba la cadena del hombre colgada de mi cuello. Ni bien lleguemos todo se va aclarar, estoy convencida.
Sobre la autora: [Inés Kreplak (Buenos Aires, 1987) estudió Letras y es Magíster en Derechos Humanos. Es docente, investigadora y escritora. Fue editora de la colección de narrativa argentina contemporánea “Leer es futuro” y “Mucha, mucha poesía” del programa Libros y Casas del Ministerio de Cultura de la Nación, y creadora de la primera Biblioteca al Paso. Publicó Confluencia (Alto Pogo, 2017) y La ilusión de la larga noche (Santos Locos, 2019). Premio Poesía Bienal de Arte Joven de Buenos Aires.]
Fotomontaje: ParqueChasWeb