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Rodolfo Livingston: el arte de no tragarse el sapo

 

 

 

 

 

 

Un mal regalo de Reyes. Este 6 de enero falleció el arquitecto Rodolfo Livingston, uno de los símbolos de una época, un hombre que supo reunir talento, rebeldía, humor y trabajo para democratizar la arquitectura, el urbanismo, la cultura y –sobre todo– la vida cotidiana. Las familias y las comunidades como claves para una nueva arquitectura. Datos sobre dónde radica el milagro del universo, y la creación del felizómetro/sufrinómetro. Fue autor de libros como Cirugía de casas (sobre sus trabajos), Arquitectura y autoritarismo y Anatomía del sapo (en referencia a los sapos que el neoliberalismo le hace tragar a la humanidad), libro a tener en cuenta ahora que tenemos que tragarnos el verdadero sapo de la noticia de su adiós.  

 

 

Por Sergio Ciancaglini*

 

El arquitecto Rodolfo Livingston estaba en cuatro patas sobre el tejado de zinc haciendo una especie de alpinismo de los techos, tanteando distintos lugares de la chapa como si se tratase de un piano que había que determinar si estaba afinado.

Terminó esa recorrida sonriendo, se acercó a Claudia y a mí y nos dijo en voz baja: “Compren”.

Así decidimos comprar la casa que habitamos desde hace varias eras geológicas (hablo de los 80) a la que el mismo arquitecto Rodolfo Livingston rediseñó según los conceptos nuevos, transformadores, revolucionarios, evidentes, obvios, o como prefieran llamarlo, que estableció a lo largo de su vida profesional y que plasmó en libros como Cirugía de casas (¡en el que aparece la nuestra!).

Este día de Reyes la realidad –que anda un tanto maldita– ha decidido cometer la siguiente noticia: Rodolfo ha muerto. Lo anunció su hija Ana. Su esposa (y también arquitecta) Nidia Marinaro mostró la foto en su red social del hijo menor, Tomás Livingston, abrazando a su padre que estaba con los ojos cerrados. Fue en Mar de las Pampas, donde había ido a pasar unos días en familia. Escribió Nidia: Queridos, murió Rodolfo en mis brazos, con Tomás al lado. En paz. Su alma sabia hizo única la despedida».

Rodolfo tenía 91 años, aunque toda su vida fue de los tipos más jóvenes que cualquier persona pudiese conocer. Fue parte de una generación que hizo eclosión en los 60 en el país y en el mundo, postulando el acceso de la imaginación al poder, las nuevas miradas, nuevas éticas, nuevos modos de pensar, actuar y de relacionar al bicho humano con la irrealidad circundante.

 

De lo familiar a lo comunitario

Fue Rodolfo un tipo divertido, rebelde, creativo, trabajador, elegante (en la forma, y sobre todo en el contenido), soñador con los pies en la tierra o en los tejados, generoso, un verdadero intelectual (alguien crítico de su tiempo, capaz de meter el dedo en cualquier llaga y no una caricatura pomposa de jerga intransitable, como suele ocurrir). Y fue una persona de acción. Ahora que tanta gente desmesuradamente joven ha visto Get Back!, podría plantearse que Rodolfo fue una especie de Beatle de la arquitectura, capaz de improvisar una idea, seguirla, observarla, meditarla, convertirla en cimientos, en proyecto, en obra, en un techo. En un hogar.

Creó el concepto del Arquitecto de familia, definición que convirtió en un método y en grupos de trabajo. En términos económicos lo explicaba así: “Los arquitectos cobran un porcentaje de la obra. Quiere decir que cuanto más grande la obra, más cobran. Yo no hago eso sino que fijo un precio de entrada, y trato de hacer las cosas produciéndole el menor gasto al cliente. Por eso muchos colegas me quieren liquidar. Pero si lo hago a porcentaje, va en contra de la familia. Es como si un cirujano te cobrara no por lo que necesita tu salud, sino de acuerdo a todo lo que te saca en una operación, después lo pesa y va a porcentaje”.

El Método Livingston (así se llama un documental que lo describe) se aplicaba a partir de enormes y cuidadas entrevistas con las familias que querían hacer o reformar su casa, preguntándoles sus orígenes, sus proyectos, sus horarios, sus comidas, y todos los etcéteras imaginables. “La casa es de ellos. Uno tiene que aprender a escuchar. Esto no quiere decir aceptar cualquier demanda, sino tratar de entender lo que llamo ‘demanda latente’: qué necesita la persona o la familia, y cuál puede ser la mejor solución”.

El día que vino a ayudarnos a definir si tenía sentido comprar la casa construida en 1916 lo encontré en la vereda de enfrente con un atril y una brújula. El atril para ir dibujando lo que veía. La brújula para comprender cómo sería la luz de cada día y en cada ambiente. Luego hizo la recorrida, tocaba las paredes, revisaba rincones inesperados, se tiraba al piso a ver cosas que nadie veía, y no se privó de los tejados, ni de la entrevista gigante para poder trabajar en conjunto cómo sería el hogar, de acuerdo con lo que le gustaba llamar “cerebro colectivo”.

Aplicó en Cuba el mismo espíritu que con una familia, pero a gran escala, cuando inspiró y colaboró en la construcción de nuevos barrios comunitarios discutiendo incluso con los cubanos hasta lograr que esos intercambios lograran no el triunfo de una postura sobre la otra, sino la activación del cerebro colectivo. Me contó que hizo 32 viajes a la isla, donde dictó 70 seminarios. “Pero atendíamos a las familias reales, no era que dábamos conferencias”. En 149 municipios de toda la isla, decía maravillado, había carteles en las plazas anunciando a los Arquitectos de la comunidad. Rodolfo sostenía que se le había producido una mutación inesperada: «Tengo el alma cubana». En una era fragmentada y descompuesta, sus ideas siguen siendo un horizonte de cosas que no siempre van juntas: sensibilidad, pragmatismo y humanidad.

 

Democratización de la vida cotidiana

Cada intervención de Rodolfo era un impulso hacia la democratización de la arquitectura. Y de la vida cotidiana. Reclamaba políticamente por la justicia y también por el derecho a la belleza. Decía que no hay familias tipo, ni viviendas tipo, y que la arquitectura omitía lo más evidente: escuchar a las personas, sus necesidades, sus demandas. Alguna vez nos contó su aventura en Ushuahia, donde puso una mesa en la calle como si fuese un consultorio para que todo el que tuviese algún problema en su vivienda, en su barrio, en su asentamiento, pudiese ir a preguntar y llevarse una propuesta. Impulsó esa práctica también en la Facultad de Arquitectura, con estudiantes de sus cursos realizando gratuitamente proyectos para quienes se acercaran a consultar de qué modo mejorar su medio ambiente.

“Mi sueño es que la arquitectura sea eso, un trabajo con las familias para que la vida sea mejor”.

Cuando hablaba así, la arquitectura empezaba a parecerse a una actividad médica, de salud pública. Una vez me dijo: “Los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas, deberían pagarles un tributo a los arquitectos por haber vuelto loca a la gente con esas jaulas de uno o dos ambientes que hay en los edificios de las ciudades”. Se quedó pensando: “Bueno, en realidad tendrían que cobrárselo a las empresas que construyen esos lugares. Parecen edificios, pero son como cajas de seguridad”.

Contaba que una vez una familia estaba viendo uno de esos departamentos y el niño, con la sabiduría del caso, dijo: “Este lugar no tiene afuera”. Rodolfo: “Y era tal cual: no tenía balcón, patio, jardín, vista. El chico se había dado cuenta de todo”. El cuestionamiento de Rodolfo no era decorativo: ayudaba a hacer mejores lugares donde vivir, pero entendía que el lugar que había que cambiar, refaccionar, aprender a mirar de nuevo y reconstruir con el cerebro colectivo es el mundo. Escribió en uno de sus ensayos: «Es tan irracional creer en las brujas o en el Rey Sol como creer en el neoliberalismo, cuyas consecuencias nefastas sobre la humanidad y sobre el planeta son cada día más evidentes». En 2001 y 2002 salió a las calles a escribir crónicas sobre la sociedad que estallaba, las asambleas, el trueque, los cacerolazos, la sociedad en movimiento.

Imaginó la creación de un aparato virtual, el felizómetro/sufrinómetro, para medir qué cosas de un hogar causas felicidad a sus habitantes, y cuáles sufrimiento. Es una cuenta pendiente aplicar el felizómetro/sufrinómetro a nivel social en estas curiosas tierras. “Que se piense el bienestar de la gente de acuerdo al Producto Bruto es, efectivamente, de brutos”, me dijo una vez en el programa radial Decí MU.

Y planteó: “La dimensión social de la felicidad es importante para completar la felicidad humana. Es una necesidad de una persona sana”.

 

¿Cuál es el milagro del universo?

Escribió en Anatomía del sapo un ensayo del mismo nombre en el que plantea: “Lo más difícil de comprender no es la existencia del sistema neoliberal, sino que tantos millones de personas se lo hayan creído”.

Allí escribió en 2002: “Mucha gente cree que está informada ‘minuto a minuto’, por medio de satélites, móviles y otras urgencias, precedidas por el toque de clarines cuando, en realidad, casi nadie entiende lo que ocurre ni lo conecta (…). Pero estamos acostumbrados a no entender y a seguir viaje como si nada”.

Cuestionaba allí el darwinismo social (aclarando que Darwin es inocente) según el cual el motor del avance es la competencia. “En este punto, muy poco revisado por cierto (los sapos se tragan enteros) se apoya todo el andamiaje liberal. Según esta trasposición veloz, la competencia entre una multinacional y un pequeño productor argentino, vendría a ser lo mismo que el combate entre dos ciervos por una hembra. Que gane el más apto y todo irá bien”.

Su respuesta: “La armonía en lugar de la lucha. No es en el predominio brutal del más fuerte donde reside el milagro del universo, sino en la unión armónica e inteligente de sus partes”.

“Los átomos se unen formando las moléculas, y esas, a su vez, los órganos de animales asombrosos y disímiles como una langosta de mar, un pájaro, un hombre. Los animales son (¡somos!) interdependientes con el reino vegetal, ampliándose todo hasta llegar a las estrellas, hechas con los mismos átomos que forman la tinta de estas letras”.

“Pero al comité Central de Administración del Mundo (FMI, BM, EE.UU.) no le gusta que refuten su desvencijado paradigma. Según él, necesitamos ‘ayuda’ para remediar lo mal que aplicamos ‘la libertad de los mercados’. Se le presenta un solo problema: nos estamos avivando”.

 

 

 

 

* Nota publicada originalmente en la Revista Lavaca.org




















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