Perdón Spinetta, perdón
Somos adictos a la celebración de las muertes de nuestros próceres y de nuestros ídolos. Traspapelamos sus fechas de nacimiento… Hace 9 años, un 8 de febrero, las noticias nos decían que había muerto Luis Alberto Spinetta. Cuentos chinos; algunos, como el Flaco Spinetta, no se mueren cuando se mueren. Sencillamente siguen respirando de otra manera…
Por Rodolfo Braceli
Somos adictos a la celebración de las muertes de nuestros próceres y de nuestros ídolos. Traspapelamos sus fechas de nacimiento… Hace 9 años, un 8 de febrero, las noticias nos decían que había muerto Luis Alberto Spinetta. Cuentos chinos; algunos, como el Flaco Spinetta, no se mueren cuando se mueren. Sencillamente siguen respirando de otra manera…
Recupero algunos conceptos vertidos en esta columna a lo largo de casi una década. Pienso que cada muerte de ídolo, o de personaje famoso es buena ocasión para analizar eso, tan ambiguo, que denominamos “los límites del periodismo”. Una vez más lo intentaré.
Precisamente, la (supuesta) muerte de Luis “Flaco” Spinetta agudiza ese tema al que siempre le amagamos, pero apenas si lo rozamos; tanto como para tranquilizar nuestras conciencias.
Por empezar, al decir “los límites del periodismo” me parece que debiéramos ser más concretos, y explicitar: “los límites del periodismo que practican los elefantes medios de (des)comunicación”. Porque (salvo contadas excepciones) ese periodismo estelar carece de límites morales; lógico, porque la tan mentada moral que los vertebra es, a saber:
camaleónica,
oportunista,
indecente hasta la impiedad.
inmoral hasta la obscenidad.
Hagamos memoria, por favor: lo ocurrido con el luminoso Flaco Spinetta radiografía, espeja muy hondo, desenmascara esa clase de “exitoso” periodismo que hace tiempo no se conforma con ser el Cuarto Poder, le pasa por arriba al Poder Judicial y quiere ser el sumo Poder de los Poderes. Pretende gobernar nuestras vidas, nuestras opiniones, nuestros sueños.
No le demos más vueltas, no le pongamos vaselina al asunto: nuestro periodismo exitoso en general no tienen límites a la hora de meterse con la vida privada (amores, desamores, enfermedades, muertes) de los famosos. Con distintos estilos, con menor o mayor elegancia (léase, disimulo), se meten, invaden, profanan a rajacincha la otra “propiedad privada”, la intimidad.
Para expresarlo en el intenso idioma de Cervantes y de Quevedo: más que practicar perpetran un periodismo, a saber:
abusivo,
cruel,
alevoso,
repugnante hasta el escándalo,
desmemoriado hasta la impunidad.
Lo más grave de todo, es que esos mismos medios, desde sus púlpitos de cartón pintado, vuelta a vuelta pontifican sobre la “ética periodística”; se autoconstituyen en academias normativas, dan sermones aleccionadores de humana humanidad, dan clases de “libertad de expresión”. Todo de la boca para afuera. Puro simulacro. Mientras tanto, entretienen a lectores, espectadores y oyentes con una suerte de “alcahuetería” que tantas veces disfrazan de “investigación” o de “obligación informativa y formativa”.
Mientras entretienen, desesperados por el tiraje y por el rating, por otro costado desarrollan un arte perverso que consiste en sembrar miedo, en aterrorizar para crear sensación de “fin del mundo”, en alimentar esa jodida frase reaccionaria que dice: “Nunca se vivió algo así.” Ayudan a que la paranoia se convierta en ideología (ideología de derecha). Con esta operación, más que destituyentes, son pertinaces cariadores de la democracia. Así es: también con la alcahuetería y el cultivo de la paranoia se socaba a la mentada democracia.
No le escapemos al tema, recordemos lo que hicieron con Spinetta, pero no sólo en sus últimas semanas de su vida, cuando ya se sabía que padecía cáncer de pulmón. Recordemos lo que hicieron desde hace décadas (Spinetta andrógeno / Spinetta drogón / Spinetta mal ejemplo / Spinetta consumidor consumido…)
A todo esto, Spinetta, ¿qué hacía? ¿Se escondía? Más que esconderse se entregaba de cuajo a pulsar relámpagos de poesía con sus letras y su música. Esos relámpagos –contagiosos–, mejoraron la sensibilidad de varias generaciones argentinas.
La (presunta) muerte del famoso, como siempre nos pasa –y de esto no me excluyo– nos hizo caer en la tentación, tan argentina, de acuñar epitafios memorables. Acribillamos nuestro aire con lugares comunes. Los profanadores de Spinetta en vida, lo profanaron con elogios a granel apenas murió. Pero Spinetta, con su discretísima familia mediante, dejó todo organizado para que su muerte no se convirtiera en un show morboso, ni en un festival de mocos.
Los medios no se dieron por aludidos. Una vez más evidenciaron que no tienen memoria de sí mismos, de la obscenidad de sus invasiones a la vida privada. ¿Será por eso que no tienen vergüenza?
Esta vez el dolor, el amor traducido en congoja, casi fue eclipsado por la vergüenza que provocó tanta desvergüenza mediática anterior y posterior.
Hay que reiterarlo: algunos medios que presumen de “ejemplares” no sólo concretan seguimientos obscenos en nombre del derecho y el deber de “informar”. No sólo eso, atraviesan el límite de los límites; para eso no reparan ni siquiera ante un ser humano que padece una enfermedad terminal. Nos los detiene ni el saber que ese ser tiene los días, las horas contadas
Con esta manera de (des)hacer periodismo pervierten y dilapidan esa tan cacareada “libertad de expresión” que dicen defender. Con la persecución repugnante, con la simulación no hacen otra cosa que ofender la inteligencia del lector, oyente, espectador. Insultan con descaro al público. Es como si le dijeran: “Desde mi altísimo diario, desde mi gran revista de actualidad o canal, te doy de comer mierda porque tu cerebro y tu sensibilidad no dan para más que eso, ¡comemierda!”
Vale la pena empezar a reflexionar sobre un frecuente argumento que anda surfeando por estos días. Se intenta justificar el asedio periodístico con la eficaz excusa del, ante todo, “tenemos obligación de informar”. Se quiere justificar la porquería periodística, con el argumento artero de que todo gran personaje público, por el solo hecho de serlo, tiene que resignarse y pagar el precio de su natural exposición. Es decir, que se presenta la persecución y el asedio como un “deber periodístico”. Ese deber periodístico pronto muta en “obediencia debida”. Y ya sabemos para qué terminan sirviendo las indebidas obediencias debidas.
No lo vamos a negar: es cierto y evidente que hay mujeres y hombres públicos que se regodean mostrando sus mansiones, sus conquistas amorosas, sus posesiones, sus bidets. Pero también hay personajes austeros que no buscan esa clase de vidriera frívola. Luis Alberto Spinetta nunca buscó prensa por ese lado. Si él jamás entró en el juego de la exposición frívola, ¿por qué diablos hubo “derecho” a invadirlo hasta en las puertas de su agonía?
Posdata
Las excusas y justificaciones de los (des)comunicadores están sostenidas por una razón religiosa: los obscenos invasores del alto periodismo, impostados defensores de la “libertad de expresión”, reconozcámoslo, son profundamente religiosos. Hasta la desnucación de los límites, veneran a Dios.
¿Qué Dios? El Dios del bolsillo.
((Sin incurrir en blasfemia alguna, en homenaje a Spinetta, debiéramos permitirnos arrancarle la mayúscula y vomitar sobre ese dios lucrativo. Para calmar nuestra furia y nuestra vergüenza, ya que estamos, elijamos un disco y escuchemos nuevamente por primera vez al Flaco. Que su música nos suceda en este febrero/marzo del año 2021 después de otro flaco, el flaco Cristo.))
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* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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(Esta columna apareció originalmente en la edición dominical del diario Jornadaonline, de Mendoza).
Foto: CLAUDINA PUGLIESE