Fecha de Publicación:01/08/08 |
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Funciones de la nota
OPINIÓN
Parque Chas resiste
Por Inés Fernández Moreno
En una esquina de Parque Chas de cuyo nombre no quiero acordarme
hubo una vez una tienda de telas y retazos de gran éxito.
En las vitrinas, se veían enormes letras pintadas que anunciaban
dramáticamente: "¡Nos vamos!".
Pese a la amenaza, "¡Nos vamos!", perduró
más de tres años. ¿Astucia comercial o uno
más de nuestros prodigios de sobrevivencia?
Yo, como muchos, me hice clienta atraída por la morbosa emoción
de hacer allí en el último instante alguna ganga increíble.
Así, me fui llenando de almohadones, cortinitas para la cocina
e individuales hasta que, finalmente, llegó el día
en que "¡Nos vamos!" cumplió su destino fatal.
A partir de entonces, los que se asentaron en aquella esquina fracasaron
uno tras otro. Vi pasar casa de ropa deportiva, mueblería
infantil, frutería, ferretería, lavadero y peluquería,
entre otros.
Cada vez que veía preparativos que anunciaban una nueva aventura
comercial se me encogía el corazón. (¡Si me
hubieran preguntado!)
Suelo observar con atención estos y otros movimientos barriales
porque, además de las previsibles explicaciones económicas,
me parecen la dulce o amarga contracara de la globalización.
En Parque Chas, un barrio-barrio con ribetes míticos, esta
rebeldía asoma vigorosa, como los yuyitos entre el empedrado
y las viejas baldosas de vainilla reventadas por las raíces
de los árboles. Cuanto más se adentra uno en sus calles
circulares, más reina la anarquía y la singularidad.
Ocurren distintos fenómenos. Uno de ellos es la colonización
de las veredas llevada a cabo por vecinas de mano verde, para cuyo
talento el jardincito delantero o los maceteros de la ventana son
demasiado exiguos. Colonización bienvenida que nos hace entrar
en calles transformadas imprevistamente en vergel. Desde colecciones
de macetas que ocupan más de media vereda hasta el ensanchamiento
y recreación de los canteros que rodean los árboles
municipales.
En uno de ellos, casi huerta, he visto crecer ajíes verdes
y hasta un zapallo. En otra callecita, los clásicos plátanos
y paraísos de vereda han sido sustituidos por árboles
elegidos por los vecinos. Hay dos limoneros en particular, sobre
la calle Gándara, que me despiertan honda vacilación.
¿Sería legítimo que yo me llevara un limón?
¿A quién pertenecen esos frutos? Otro fenómeno
que me intriga es el de los carteles "Podóloga UBA".
En los últimos tiempos descubrí tres (¿No es
demasiada podología para un mismo barrio? (¿Tal vez
los visitantes perdidos, con los pies destrozados después
de caminar kilómetros en redondo, sean los causantes de esta
proliferación?). En cambio, una casa que ofrece nueces de
su propio nogal, otra miel pura y jalea real, y una tercera, delicias
orientales, casi no me sorprenden. Pero la concepción del
negocio casero va más allá.
Una mañana hice un recorrido inolvidable. Me detuve frente
a una ventana bordeada de malvones y cortinas de crochet. Contra
el vidrio, una estampita de San Expedito y, fijados vaya a saber
cómo, tres artículos: un slip masculino, un par de
medias de deportes, una camperita de bebe. Bajo las tres prendas,
un cartel conmovedor: "Su pregunta no nos molesta". Al
llegar a la esquina, una farmacia. Por pura corazonada, entré
allí en busca de un analgésico para la migraña,
que ya casi no se fabrica. Aquello era una cruza de mercería,
con tienda de señoras, con herboristería. Al seguir
la tendencia multirrubro de las actuales cadenas, la nuestra ha
hecho su propia interpretación de la idea. Alguien en la
familia teje, por lo que se ofrecen gorros, guantes y bufandas tejidos
a mano. Bajo un mostrador polvoriento, hay algo de bijouterie y
unos pañuelos de colores.
En otro, inciensos y velas de distintos tamaños. Lo más
desconcertante es el gabinete de inyecciones devenido salita con
algunos sobrantes de los muebles familiares: hay un sillón
de orejas, un espejo ovalado, y algunos cuadritos naifs contra las
paredes. El farmacéutico, nada de bata blanca. Está
acodado en el mostrador cebando mate y charlando amablemente con
dos vecinas. Una farmacia como una pulpería. Sin embargo,
algunos vestigios farmacéuticos hay: en las estanterías
más altas frascos de hierbas, en las restantes, algunas cajitas
de distintos tamaños donde, para mi alegría, descubro
mi analgésico discontinuado.
Al salir de allí, cruzo en diagonal hacia un puesto de diarios
y revistas. Al pasar veo, junto a la pila de diarios, otra pila
igual de alta. Cierro y abro los ojos, no lo puedo creer pero sí,
son huevos en sus planchas de cartón. ¿Qué
hacen huevos con diarios y revistas? No lo sé. Como estoy
apurada no pregunto y sigo como una autómata hasta un moderno
local de sushi que, para sorpresa del barrio, han abierto uno o
dos meses atrás.
Se llama Sensei, Kurei, o algo así. Me llevo un menú
para hacer mi pedido más tarde. Por último, aterrizo
en un pequeño quiosco que es a su vez local de pago fácil,
todo enrejado como una jaula. Me pongo en la cola y espero, la ñata
contra los barrotes, junto a una media docena de personas. La quiosquera
está enfrascada en una discusión con una clienta.
Se trata de caramelos. Pablito, la oigo decir, no lleva nunca de
"esos". A él le gustan, "estos", y señala
los de fruta. "Haceme caso", insiste, "estos, el
nene no TE los va a comer". Por fin la convence, vacía
una bolsita y vuelve a llenarla con los que ella sabe. Eso es, me
digo, la auténtica y tan cacareada atención "personalizada".
Después, pasando al rubro electrónica, la veo probar
unos auriculares en el MP3 de una chica. "Estos son una porquería",
dice. "Los voy a devolver todos". Como escucha algún
carraspeo, se da vuelta hacia los que esperamos factura en mano
y nos previene: "tengan paciencia porque para mí el
quiosco es lo primero". Lo dice con una enjundia desproporcionada.
Como si se tratara de la patria.
Y vaya a saber si no tiene razón. Un instante después,
y para terminar con los clientes del quiosco, la veo extender una
hoja de diario y empezar a envolver .sí, han adivinado .¡Otra
vez huevos! Con aquella inefable técnica -en vías
de extinción- de colocar tres en equilibrio sobre el papel,
envolver, colocar otros tres, y luego cerrar el paquetito. Cuando
llegué a mi casa encendí la computadora de inmediato:
esto yo lo escribo, pensé. Pero antes, voy a encargar el
sushi para mi hija y un amigo con el que está estudiando.
El menú de Sensei-Kurei es un folleto minimalista, rojo y
negro, con caracteres japoneses. Al abrirlo la cosa cambia: vuelvo
a encontrar, pegada sobre el fondo rojo, una lista con la sempiterna
oferta de fainá, pizzas y empanadas para llevar.
Más tarde, mi amiga Alejandra me cuenta que en su barrio
había una ventana hecha quiosco donde un hombre vendía
revistas pornográficas ¡usadas! Estaba abierto las
24 horas, como una sala de urgencias. Y en la calle Salta, me cuenta
el amigo de mi hija, hay un maxiquiosco con almacén que a
un costado tiene locutorio y en el fondo, detrás de una cortina,
una peluquería unisex. También hacen fotos-carné.
Ese es el comercio antiglobal por excelencia: nacido de la pobreza,
imprevisto, precario, sumando rubros al ritmo siempre urgente de
la necesidad.
Porque allí donde la ciudad se repliega, lejos de las avenidas
comerciales y la oferta estandarizada, aparecen las otras realidades.
Mostrando sus aristas que van desde lo pintoresco a lo sórdido
y lo pavoroso.
En cuanto a la esquina de los fracasos de mi barrio, tal vez esta
vez hayan dado en la tecla. Han instalado una huevería-pollería
de esas que meten miedo: cientos de patas, pechugas y muslos, obscenamente
apilados, todos provenientes de distintos individuos, conformando
un único y monstruoso animal: el pollo globalizado.
Este artículo fue publicado
en el diario LA NACIÓN, Jueves 31 de julio de 2008.
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