Fecha de Publicación:25/06/08 |
Fuente:www.lavaca.org |
Funciones de la nota
UNA
ESCUELA MODELO EN PELIGRO
Lecciones de vida
Son 120 chicos que, en su mayoría, viven en las estaciones
de trenes de Constitución, Once o Retiro. Están aprendiendo
a leer y escribir en el Centro Educativo Isauro Arancibia . Su fundadora
es Susana Reyes, una mujer que conoció los campos de concentración
de la dictadura y sobrevivió para contarlo. Pero también
para hacer algo. “Estos chicos son los desaparecidos de hoy”,
dice con la seguridad de quien sabe de qué habla.
Ahora, los decentes denuncian que las nuevas autoridades del área
amenazan la continuidad del Centro y, especialmente, desconocen
a la coordinadora, por lo que se han declarado en estado de alerta.
Para dar cuenta de lo que están en juego, reproducimos a
continuación la nota que sobre este Centro publicamos en
la edición Nº 4 de Mu, nuestro periódico.
¿Qué trabajos conocen?”, preguntó Susana
Reyes para comenzar a hablar con sus alumnos sobre el tema de la
clase: el mundo laboral. La maestra dividió el pizarrón
en dos para anotar las respuestas de los chicos. A la derecha pensaba
colocar las tareas productivas y a la izquierda, las vinculadas
con los servicios.
La primera respuesta la dio un varón: “Abrir puertas”,
dijo. Y propuso que la anoten en la columna de la izquierda, con
más dudas que certezas. Una adolescente embarazada agregó:
“Pedir”. Y justificó que se trataba de un servicio
porque “a la gente le gusta que le pidan”. La tercera
respuesta fue aun más difícil de digerir. Un nene
de 8 años la lanzó con naturalidad, sin ningún
tipo de segundas intenciones: -Chupar pijas.
-¿Eso es un trabajo? –reaccionó Reyes, como
pudo.
-Sí, porque a mí me pagan.
La escena ocurrió hace un tiempo en la escuela Isauro Arancibia,
que trabaja con chicos en situación de calle. Allí
concurren a diario 140 alumnos de hasta 20 años que van en
busca de los conocimientos propios de la escolarización primaria.
Casi todos viven en la Estación Constitución, algunos
llegan desde Villa Fiorito y unos pocos vienen de hogares de la
zona, a los que llegaron tras experimentar la vida encerrados en
un instituto de menores.
La escuela nació hace diez años, cuando le encomendaron
a Reyes, desde la Dirección de Adultos y Adolescentes del
Ministerio de Educación de la Ciudad, abrir un centro de
alfabetización en la Central de Trabajadores Argentinos (CTA)
que tuviera como principales destinatarios a los integrantes del
Movimiento de Ocupantes e Inquilinos y de la Asociación de
Mujeres Meretrices Argentinas. Convencida de la necesidad de trabajar
en red, la maestra se conectó con el Servicio Paz y Justicia
(SERPAJ), que ya contaba con un programa de operadores de calle
para contener a los chicos que dormían en Constitución.
Así, llegaron al centro de alfabetización los primeros
adolescentes: Analía y Luis, que poco a poco fueron acercando
a sus amigos.
La alfabetización comenzó a realizarse en la sala
de reuniones que el actual diputado Claudio Lozano tenía
en su despacho de la cta. Sobre su escritorio, las madres adolescentes
cambiaban los pañales a sus hijos. “Tuvimos que comprar
un corralito a los bebés para poder darles clases a los padres
con cierta tranquilidad.
Después de un tiempo conseguimos una madre solidaria para
cuidarlos”, recuerda Reyes.
A medida que las clases se sucedían, un chico iba trayendo
a otro y muy pronto el lugar quedó apretado de sisa. La cta
improvisó un aula en la planta baja de su edificio. No obstante,
el espacio siguió siendo insuficiente. Hubo una mudanza a
las instalaciones del Movimiento de Ocupantes Inquilinos (MOI),
pero la cantidad de pibes que se acercaba no paraba de crecer y
los maestros comenzaron a soñar con tener un edificio propio.
A esta altura, la escuela exclusivamente trabajaba con chicos que
vivían a la intemperie. Las clases, como en todos los centros
de alfabetización de adultos, duraban apenas dos horas diarias,
pero para alumnos y docentes tenían gusto a poco: “Mientras
avanzábamos con el proyecto, nos dimos cuenta de que la escuela
les organiza la vida a los chicos. De marzo a diciembre son unos
pibes, pero en el verano son otros. ¿Sabés las veces
que me llamaron en enero para avisarme que la policía se
había llevado a tal o que otro se había muerto? Por
eso pensamos: si nosotros éramos los mismos maestros que
los del resto de las escuelas, si ganábamos el mismo dinero
y pertenecíamos al mismo sistema, ¿por qué
estos chicos no podían recibir lo mismo que otros?”,
relata Reyes.
Con pocas expectativas, los maestros presentaron un proyecto al
Ministerio de Educación porteño que contemplaba la
jornada completa. Y, para su sorpresa, cuando estaban haciendo trámites
para transformarse en una fundación que les permitiera llevar
adelante la idea, se enteraron de que la propuesta había
sido aprobada. Desde este año, la jornada escolar es de 9
a 16 y, además de las materias básicas, los chicos
cuentan con clases de educación física, teatro, video,
computación, electricidad e inglés. “Buscamos
un edificio propio, pero no lo conseguimos. Educación nos
propuso funcionar en el Instituto de Formación Profesional
de la UOCRA, que tenía espacio ocioso, y acá estamos”,
señala Reyes con algo de resignación: “Seguimos
pensando en convertirnos en una fundación. No queremos depender
todo el tiempo del humor del funcionario de turno”.
El mundo al revés
De pronto, chilla la puerta del aula donde la maestra desgrana la
historia. Un par de alumnos se asoman con una manzana en la mano.
La docente interrumpe la conversación, levanta la cabeza
y les recuerda:
-No se vayan, que hoy a la tarde tienen taller de electricidad.
-¡Bieeennnn! –grita uno de ellos y mira hacia el cielo.
Luego, comienza a correr en redondo por uno de los pasillos. Parece
el festejo de un gol.
“No sé de qué manera, pero el valor de la escuela
se sigue transmitiendo en este país –se maravilla Reyes-;
aun en casos como éstos, en los que por ahí los padres
jamás la pisaron. Si a veces proponemos charlar sobre algo
o mostrar un video, los pibes protestan y quieren tareas formales.
¿Sabés cómo cuidan sus carpetas para que no
se manchen? Están orgullosos de ellas. Cuando se recibió
la primera promoción, le entregamos diplomas. Al final del
acto, los chicos me los devolvían. Me pedían que se
los cuide mucho. Claro, ¿dónde los iban a guardar?
¿En Constitución?”.
Por momentos, la escuela parece el mundo al revés. Los alumnos
no quieren irse: las clases son a sus vidas lo que el recreo es
a cualquier otro colegio. Los que protestan, aunque parezca mentira,
son adultos escolarizados. Una vecina, dueña de un comercio,
encaró hace unos días a las maestras: “Hasta
que vinieron estos chicos de la calle vivíamos tranquilos”,
se quejó.
La mujer estaba indignada porque una naranja había explotado
contra su ventana y, encima, se había convertido en el blanco
de algún que otro insulto. Con la mejor voluntad, Reyes intentó
hacer algo de docencia: “No son chicos de la calle, son de
todos nosotros. Por ahí tienen 16 años y están
en tercer grado, pero están aprendiendo ahora porque no pudieron
hacerlo en su momento. Usted se queja porque están en la
escuela. ¿Se da cuenta?” La señora no aceptaba
razones, gritaba sin escuchar. Cansada, la docente la cortó
en seco: “Mire, si estos pibes no vienen a la escuela, van
a estar alrededor suyo”.
La vecina no es un caso aislado. Los maestros gestionaron pases
libres de subterráneo para que sus alumnos puedan asistir
a la cursada. Pero como por ahora tienen certificados provisorios,
un policía decidió impedirle el paso a uno. El chico,
que sentía la responsabilidad de llegar puntual a clase,
se irritó y lo insultó. Y ante la impotencia, la novia
–que estaba a su lado- le arrojó una piedra. La historia
terminó así: el policía atrapó al pibe
y lo aprisionó contra el piso. La novia, asustada, le entregó
su bebé al policía a modo de garantía, para
que le permitiera ir a buscar a sus maestros: ellos demostrarían
que su novio no mentía. Cuando Reyes llegó a Constitución
en su auxilio, el pibe aún estaba en el piso y el bebé
en brazos del uniformado. “Hay una serie de complicidades
sociales para que estos chicos no vayan a la escuela. La vecina
no acepta el colegio enfrente de su local, el policía no
lo deja viajar y así, el único camino que les queda
es seguir en la calle”, denuncia la maestra.
El sistema educativo también parece alimentar este círculo
vicioso. Su burocracia se encarga con frecuencia de poner uno y
otro obstáculo en el camino. Las planillas que envía
Educación, por ejemplo, exigen números de documentos
de los alumnos o fechas de nacimiento, datos muchas veces inexistentes
o desconocidos por los chicos. Si los maestros planifican una excursión,
las autoridades educativas exigen autorizaciones firmadas por madres,
padres, tutores o encargados. “No tienen en cuenta la realidad
de estos chicos, que parecen adultos: desde los cinco años
se generan su propio sustento. Todo el tiempo me hacen actuaciones
por tener los registros incompletos. ¿Qué me están
diciendo? Que no los deje venir a la escuela”, se indigna
Reyes.
“No me dejen afuera”
Reyes comenzó alfabetizando en los años 70, mientras
estudiaba en el Normal 9 de Corrientes y Callao. Tenía una
compañera que vivía en un inquilinato (María
Rosa Lincon, asesinada por la dictadura militar en lo que se conoció
como la Masacre de Fátima) y empezó a acompañarla
para enseñar a leer y a escribir a sus vecinos.
Pronto se incorporó a una unidad básica alineada con
Montoneros y, mientras estaba embarazada, fue secuestrada en junio
de 1977 por un grupo de tareas. La llevaron al centro clandestino
de detención llamado
El Vesubio, en Camino de Cintura y General Paz, donde también
trasladaron a su pareja. Estuvo desaparecida durante tres meses
y luego recuperó la libertad. Pero nunca más tuvo
noticias de su compañero. “Ser sobreviviente es un
peso. Nunca te alcanza lo que hacés para justificar tu existencia”,
confiesa mientras intenta vincular su trabajo actual con aquella
militancia.
Cuando comenzó con este proyecto, Reyes iba a despertar a
los chicos que dormían en la Estación para que no
se perdieran las clases. “Los veía tirados, en los
pasillos angostos y largos, y me hacían recordar a mis compañeros
detenidos, cuando estaban engrillados en las cuchas”, cuenta
mientras sus brazos dibujan en el aire la escenografía que
describe. Después concluye: “Estos chicos son los desaparecidos
de hoy: todos saben de su existencia pero nadie los ve”.
La impronta de Reyes se respira a cada paso en esta escuela bautizada
con el nombre de Isauro Arancibia, un sindicalista docente tucumano
que desapareció el 24 de marzo de 1976. Cuenta la historia
que era un maestro pobre, que estaba en huelga porque no le pagaban
y que iba descalzo porque no tenía ni para zapatos. El día
del último golpe de Estado por fin recibió los salarios
atrasados y lo primero que hizo fue ir a la zapatería. Esa
misma noche lo fusiló un grupo de tareas y después...
le robaron los zapatos. La clase inaugural de cada ciclo lectivo
consiste en conocer el derrotero de este docente.
Pero ahora un maestro está dando clase de Matemática
y escribe un problema sobre el pizarrón verde: “Julio
Jorge López está desaparecido desde hace siete meses,
¿cuántos días hace que está desaparecido?
¿Cuántas horas?” Los chicos bajan sus cabezas
y copian. En un silencio que aturde comienzan a resolver en sus
carpetas. Los alumnos, cuentan los maestros, disfrutan mucho más
del trabajo solitario que de la elaboración colectiva. “Tal
vez –arriesga Reyes- estén cansados de pasar la vida
en ranchadas y éste sea su único momento de intimidad,
la única oportunidad para encontrarse con ellos mismos.”
En el aula abundan las gorras raperas, los tatuajes y las cabelleras
teñidas de amarillo y rojo furioso. También sobresalen
los teléfonos celulares y las zapatillas Nike. “Se
los consiguen como pueden, y como saben”, dice la coordinadora
con una mirada cómplice. “Lo hacen –agrega- por
la necesidad de pertenecer, esas cosas son la tarjeta de entrada
para esta sociedad. Es su manera de decir: ´No me dejen afuera´.”
Las puertas y los bancos están llenos de graffiti que pregonan
amor y pasión. Y numerosas panzas embarazadas se desparraman
en los pupitres. Las hay incipientes y también a punto de
estallar. O, mejor dicho, de parir. En la planta baja del edificio
funciona una improvisada guardería maternal que cobija a
unos 20 bebés. “Al principio, los nenes estaban con
sus madres, pero era imposible lograr que se concentraran y dar
clase. Como Educación no nos manda maestra jardinera, una
de nosotras los cuida mientras las madres estudian”, explica
Nilda Rendo, otra de las docentes, que acaba de llegar a la improvisada
guardería. Pero los cambios permanentes de adultos referentes
no termina de dejar tranquilos a los nenes. Por eso, Milagros resuelve
el problema de Matemática mientras le da la teta a Priscila,
su hija de veinte meses.
Penitencias y conclusiones
La cursada necesariamente es familiar: clanes enteros concurren
a la escuela. Y con demasiada frecuencia trasladan su cotidianidad
a las aulas. Una mañana, los gritos desencajados paralizaron
a docentes y alumnos. Un adolescente había encerrado a su
pareja en el baño. “La molió a palos”,
sintetiza Reyes. Los maestros llevaron el tema al debate en clase,
con la expectativa de lograr la autodisciplina. Sin embargo, se
encontraron –una vez más- con una sorpresa: “A
los chicos no les parecía mal lo que pasó, decían
que la chica se lo merecía porque había estado con
otro, la acusaban de ´putita´. Ahí cortamos el
debate, les dijimos que estaban haciendo lo mismo que la policía
hacía con ellos”.
Las sanciones en la escuela Isauro Arancibia son distintas a las
de cualquier institución: aquí no existen las suspensiones.
“No podemos dejarlos afuera una vez más”, argumenta
Reyes. “Cuando se produce un hecho de gravedad, lo que hacemos
es que en vez de asistir a clase, van esas horas a reflexionar con
las trabajadores sociales o las psicólogas que trabajan en
la escuela hasta sacar conclusiones sobre lo que pasó.”
Uno de los últimos de los que atravesaron esta experiencia
fue Fumanchú, un pibe que se ganó ese apodo el primer
día de este ciclo lectivo. Y no precisamente por sus habilidades
con la magia: el chico entró al aula con cierta arrogancia,
fumando marihuana y con los ojos rojos. Por orden de los docentes
tuvo que salir inmediatamente del salón. “No nos metemos
con lo que los pibes hacen afuera. Pero está claro que en
la escuela no se puede hacer lo mismo que en la calle. No es fácil.
Acá han venido algunos armados porque, como ellos dicen,
´después de clase se tienen que ir a trabajar´.
Nosotros les decimos que se cuiden, que la policía está
esperando que pisen el palito para matarlos. No se trata de dar
sermones morales, si no de entender la función de la escuela.
A Fumanchú le explicamos que así, fumado, no había
manera de aprovechar la clase. Ese día se fue, pero después
volvió.”
Clases de amor
“Hola”, saluda casi sin modular un púber longilíneo,
con tanta cara de nene como de dormido. Son las 11.30 y acaba de
entrar al aula.
“¡Qué suerte! Llegaste para aprovechar media
hora de la mañana. Ojalá la próxima puedas
venir antes”, responde la maestra. Más tarde explicará:
“Acá hay chicos que a la noche cartonean y se acuestan
a las 5 de la mañana, les cuesta mucho cumplir con el horario,
pero hacen el esfuerzo”.
Reyes repasa una y otra historia de sus alumnos. Confiesa que lo
que más le cuesta superar son las situaciones de prostitución
infantil. “Hoy ni siquiera les pagan, lo arreglan todo con
un poco de paco”, dice y se explaya: “El otro día
me dijeron: ´Mirá a esa nena –la hija de 5 años
de una alumna que está muy dada vuelta- la están mandando...´.”
La maestra reproduce literalmente la frase que escuchó y
deja la oración inconclusa, como si no soportara terminarla.
Un rato antes, había comentado que hace unos años
atrás había querido investigar el tema y descubrió
a los que le conseguían los clientes a uno de los chicos.
Pero hoy, subraya, la actitud es otra: “Nuestra tarea termina
en las paredes de la escuela. Les advertimos de los peligros, pero
si nos metemos, después las represalias son contra ellos”.
Los ojos de la maestra se ponen vidriosos. Tiene que respirar hondo
para continuar. Revela que está gestionando que los docentes
también tengan asistencia y contención psicológica:
en esta escuela las emociones fuertes se cuelan a cada rato. En
los últimos tiempos, por ejemplo, fallecieron tres bebés
que se enredaron con las frazadas que compartían con sus
madres. Y el año pasado, mataron a Luis, el primer alumno
de la Isauro Arancibia (su mujer todavía asiste a clase).
Fue por un ajuste de cuentas, apenas había salido de la cárcel.
“No tenemos ninguna fórmula para elaborar estas situaciones
–reconoce-. Hacemos lo que podemos, para nosotros es como
si se muriera un amigo”.
Los afectos que se tejen entre tizas y carpetas son intensos. En
buena parte por la desolación exterior, pero también
por el compromiso y la propuesta docente. No parece azaroso que
las cartas de amor sean uno de los recursos escogidos por los maestros
para llevar adelante el programa escolar. La correspondencia entre
Malinche y Hernán Cortés se utiliza para hablar de
la conquista de América y la de Mariano Moreno y María
Guadalupe Cuenca se emplea para estudiar la independencia argentina.
María del Pilar, la canción de Teresa Parodi que cuenta
la historia de una mujer cuyo novio fue desaparecido, fue el disparador
para la clase sobre el golpe de Estado.
Después de Matemática llega la clase de Ciencias Sociales.
El profesor reparte unas impresiones de Internet que explican por
qué se conmemora el Día del Trabajador. El texto advierte
que los desocupados también deben sentirse comprendidos y
que de ninguna manera debe llamarse a la jornada Día del
Trabajo. La propuesta consiste en reunirse en pequeños grupos,
leer en voz alta, y marcar las ideas principales. Un chico se hace
el distraído para no leer. Se esconde dentro de la capucha
de su buzo y el maestro lo caza al vuelo:
-¿Por qué no querés leer?
-Porque me da vergüenza –susurra el chico después
de muchas evasivas.
-Es importante poder leer en voz alta para comunicarnos, para que
podamos expresar lo que pensamos. ¿Cómo vas a hacer
si le escribís una carta de amor a una chica que te gusta?
–intenta motivarlo el maestro. El chico se sonroja, tira un
cabezazo al aire mordiéndose los dientes, y comienza a leer.
Cumpleaños callejero
Una mañana del año pasado, Oscar llegó a clase
con un pilón de tarjetas de cumpleaños. Tenían
impresas el dibujo de Barney y la frase “Te invito a mi fiestita”.
Con su desprolija letra, recién aprendida, había completado
fecha, hora y lugar de la cita: “2 de mayo. 20 horas. Jol
de Constitución”.
“Generalmente festejamos los cumpleaños en la escuela
–explica Reyes-, pero él quería hacerlo en su
lugar. Nos pareció muy bien, porque Constitución es
para ellos el lugar del bardo. Nosotros buscamos resignificarlo.
Ahora que comenzamos los talleres de radio, queremos que más
adelante realicen ahí transmisiones abiertas para que los
pibes digan lo que tienen para decir. También pensamos que
pueden formar un equipo que represente a la Estación en el
Campeonato de Fútbol Callejero.”
El día de su cumpleaños, Oscar faltó a clase.
Los maestros pensaron que tal vez era porque estaba organizando
su fiesta. Compraron una torta y a la noche fueron a visitarlo.
Lo encontraron dormitando en una escalinata. “Lo despertamos
y le preguntamos: ¿Y la fiesta?” El homenajeado se
había olvidado. Pero se levantó de un salto y corrió
a pedirle prestado a una verdulera dos cajones destartalados e improvisó
una mesa. Consiguió vasos descartables en los bares de la
Estación y unas mujeres que piden limosna aportaron gaseosas.
Sus amigos se acercaron, formaron una ronda en torno suyo, y comenzaron
a cantarle el Felíz Cumpleaños. El agasajado pidió
en silencio tres deseos que jamás confesó, respiró
hondo y sopló. Esperó que todos terminaran de aplaudir
y gritó: “Los quiero mucho a todos”. Y a continuación,
Oscar desentonó Usted, de Diego Torres: “No olvide
que la quiero / no quiera que la olvide...”
La felicidad de Oscar no duró mucho. Un mes después,
una mujer denunció que el chico intentó manosearla
en un tren repleto. Los severos problemas de motricidad del chico
convertían en improbable la teoría del abuso. Sin
embargo, fue derivado por la justicia a la Unidad 20 del Borda.
Las intensas gestiones de sus maestros y de los operadores de calle
de Constitución permitieron que a fines del año pasado
fuera trasladado a una escuela de oficios sobre la Ruta 6, camino
a la La Pampa. Allí, ahora hornea pan para los poblados de
la zona.
¿Cuál es la medida del éxito en esta escuela?
Reyes contesta en nombre de una docena de maestros, una auxiliar
y un puñado de profesores especiales: “Esto es como
la utopía de Gelman, das dos pasos adelante y te alejás
otros dos”, dice. Piensa un poco y agrega: “El solo
hecho de venir cada mañana y ver que 120 pibes están
8 horas expresándose artísticamente, que expresan
cariño, que acceden a un lugar que se merecen, eso ya es
reconfortante. Después, aparte, tenés los chicos que
se pueden integrar a algún proyecto productivo, como los
que están elaborando alimentos en la cooperativa La Cacerola,
que funciona en la Facultad de Filosofía y Letras”.
Sobre un papel afiche azul, a espaldas de Reyes, un montón
de fotos muestran a los alumnos riendo a carcajadas con un paisaje
serrano de fondo. Todos los años, la escuela prepara un viaje
de fin de curso a Córdoba. Organizan festivales para recaudar
fondos que les permitan solventar la aventura y una vez allí
duermen en los hoteles de turismo social. Para los alumnos es una
experiencia única: se bañan con agua caliente, duermen
con sábanas almidonadas, les sirven la comida, van al cine
y también a bailar. “La pasamos bárbaro –subraya-.
Cuando viajan los chicos de clase media hacen un kilombo tremendo,
pero como la vida de estos chicos ya es un kilombo, cuando encuentran
un espacio con límites, amor y afecto se vuelven muy respetuosos.
Una vez, una chica encontró un billete de cien pesos, vino
y me dijo: `Susana, esto tiene que ser tuyo`. Y sí, se me
había caído del bolsillo.”
De repente, se escucha una multitud de pasos cansados arrastrándose
por los mosaicos. El barullo retumba en el hueco de la escalera
y se hace difícil escuchar a Reyes. Ya no hay carpetas en
los pupitres, se terminó el recreo. O, mejor dicho, la clase.
Los alumnos, a pesar de sus deseos, deben volver a la calle.
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