"Gato perdido
en Parque Chas"
Las calles de Buenos Aires son rectas. Al cruzarse, forman
ángulos de noventa grados. Las manzanas forman cuadrados
perfectos. Las avenidas corren derechas durante muchos
kilómetros, hasta alcanzar sus límites naturales
donde se pierde la vista. El campo, el río. Si uno
sale a caminar por Rivadavia puede volver en diez minutos,
dentro de 45 días o nunca: depende de su capacidad
de giro. Alguien que va y alguien que viene chocarán
indefectiblemente en un punto. Esta circunstancia dio origen
a muchos matrimonios, a muchas amistades y a muchos duelos
de gauchos con facones, que debido a la rectitud del camino
no podían fingir que no se estaban viendo y terminaban
por matarse sin motivo.
Pero hay un barrio de la ciudad donde esta ley se quiebra:
Parque Chas. Parque Chas es circular. Nació así:
rebelde, chúcaro. Y siempre fue bastante sospechoso,
como toda excepción a la regla. Algo irregular
y secreto tiene que haber detrás de tantas curvas.
En la década del 30 del siglo pasado, decían
que su diseño retorcido les servía de escondite
a los comunistas. Los nombres de dos calles
(La Internacional y Tréveris, que recordaba
a la ciudad natal de Carlos Marx) eran tomados como prueba.
A la primera de esas calles le sacaron tarjeta obviamente
roja: a modo de lección y de ejemplo, La Internacional
fue nacionalizada y pasada por las armas, llamándose,
desde entonces, General Benjamín Victorica,
un militar que se batió contra los indios en la Conquista
del Desierto y que, como premio, obtuvo la presidencia de
la Corte Suprema de Justicia, cargo que desempeñó
de 1888 a 1892.
Después dijeron que Parque Chas era el destino final
del subte que correría por túneles construidos
por Perón en su segunda presidencia para escapar
de la Casa Rosada cuando la cosa se pusiera fea. Si había
golpe, el General bajaría tranquilamente desde su
despacho, subiría al subte secreto y llegaría
a Parque Chas, donde se perdería para siempre.
Muchos años más tarde, durante la dictadura
militar, el brigadier Osvaldo Cacciatore le sacó
al barrio su condición de barrio y lo redujo a simple
suburbio de Agronomía. Técnicamente,
se podría decir que Parque Chas fue degradado como
castigo por sus tantas vueltas.
Pasaron muchos, muchos años, antes de que recobrara
su independencia. Recién en 2005, el 6 de septiembre
de 2005, le devolvieron los galones, sumándole
como desagravio algunas cuadras
que hasta ese momento habían pertenecido a Agronomía
y a Villa Urquiza, cuyas autoridades y magistrados
cerraron la boca, tal vez por miedo, tal vez por culpa,
tal vez porque prefirieron no meterse en honduras.
Cuando fuimos a reconocer la zona (una mañana clara,
por las dudas), en la esquina de Triunvirato y Gándara
un policía nos advirtió: "¡Tengan
cuidado, están entrando en la zona peligrosa!".
No por los robos, sino por la posibilidad firme de que,
una vez adentro, nunca pudiéramos encontrar
la salida. Lo dijo como quien cuenta
una leyenda, o el final de una novela
de Stephen King. Lo dijo con cierto placer oculto detrás
de la fachada del buen servidor público. "Yo
tuve que sacar a muchos como ustedes de ahí
adentro", agregó, mitad burlón, mitad
siniestro, mientras seguíamos nuestro camino.
Pero nuestra temeridad no llegaba al grado de la locura.
No habíamos dejado nada librado al azar. Ibamos muy
bien equipados, cada uno con un plano en la mano y otro
en el bolsillo por si se perdía el primero, una botella
grande de agua mineral y unas barras compactas de sésamo,
algo insípidas, pero suficientes para asegurarnos
un tiempo razonable de subsistencia.
Al ingresar en aquel triángulo de las Bermudas por
la calle Gándara, vimos al mismo vendedor de ajos
con el que nos cruzaríamos tantas veces después
a cada vuelta del camino. Al principio temimos que pensara
que lo veníamos siguiendo. Después nos
dimos cuenta de que era al revés. Al grito de "¡Hay
ajos colorados!", el que nos seguía era él.
Disimuladamente barría las semillas que
dejábamos caer de la barrita de cereal a nuestro
paso como pista para salir del laberinto. Un comando en
jefe del Parque debía de pagarle el sueldo para que
desorientara a la gente, porque ajos no vendía ninguno.
Viendo que sería inútil, eliminamos la estrategia
de Hansel y Gretel y saludamos con una inclinación
de cabeza al agente especial. El vendedor de ajos cambió
de dirección, pero seguía pendiente de nuestros
movimientos: nos dábamos cuenta por el olor.
También vimos un gato en un balcón, pero
al mirar de nuevo el gato había desaparecido.
¿A qué se debe la traza circular de este
parque que en realidad no es parque? ¿A quién
se le ocurrió dibujar esta cinta de Moebius aquí,
en este extremo del mapa porteño? Porque era casi
el campo este lugar cuando su dueño, el doctor Vicente
Chas, decidió urbanizarlo y lotearlo, después
de haber librado una intensa lucha contra
la chimenea de la solitaria fábrica de ladrillos
que espantaba con su humo a los ya de por sí arrojados
pioneros. El loteo lo hizo la Oficina de Tierras
GGG, nombre que demostraba la inclinación que Gerónimo
Grosso Giachino, dueño de la entidad,
tenía por los aspectos cómicos de la vida.
Su broma mayor fue encargarles a los ingenieros
Adolfo Guerrico y Armando Frehner el diseño
de un barrio que fuera un perdedero.
En ese laberinto, el mundo es un pañuelo. Si
uno se guía por los nombres de las calles puede
viajar de Marsella a Londres, de Liverpool a Varsovia
y Atenas, de Nápoles a Hamburgo. Estocolmo
nos lleva de la esquina -muy natural- con Oslo hasta
la calle Praga. Enseguida, Estocolmo
se convierte en Belgrado. Por no ser menos, Cádiz
se convierte en Atenas. Tres calles paralelas empiezan
con la sílaba "bu": Bucarest, Budapest
y Burela, otro militar infiltrado en el microcosmos de Parque
Chas. Entre Hamburgo y Dublín no hay canales
ni océanos. Varsovia tiene menos de cien metros.
Aunque se extiende al máximo, La Haya no consigue
llegar hasta Marsella. Y en el medio de todo está
Berlín, que se encuentra varias veces consigo misma,
como Alicia mirándose al espejo.
Es Europa encerrada entre cuatro avenidas bien latinoamericanas:
La Pampa, de los Constituyentes, Triunvirato y de los Incas,
y otra que les hace frente a los ingleses, Combatientes
de las Malvinas. Pero en las avenidas hay un ruido
salvaje, y en la pequeña Europa de
Parque Chas reinan el sol, las casitas muy bajas y el silencio.
Los dueños de esa paz, la paz de Parque Chas,
no tienen que hacer nada para evitar que los invadan los
automovilistas, los colectivos, los inmigrantes y los curiosos,
excepto alimentar la leyenda: se perderán, es mejor
que no vengan. Hasta aquí llego, susurran los taxistas.
Discúlpeme, si me meto, me pierdo.
Los escritores ayudaron bastante a que los vecinos de Parque
Chas se mantuvieran felizmente aislados del ruido atronador
de la ciudad. Alejandro Dolina, por ejemplo, escribió:
"Existe en el barrio de Parque Chas una manzana acotada
por las calles Berna, Marsella, La Haya y Ginebra. No es
posible dar la vuelta a esa manzana. Si alguien lo intenta,
aparece en cualquier otro lugar del barrio, por más
que haya observado el método riguroso de girar siempre
a la izquierda o siempre a la derecha. Muchos investigadores
han intentado la experiencia formando grupos numerosos.
Los resultados han sido desalentadores. A veces sucede que
el paseante sigue en la misma calle aun después de
doblar una esquina. En 1957, un grupo de exploradores franceses
desembocó inexplicablemente en la estación
de Villa Urquiza. Urbanistas catalanes probaron suerte formando
dos equipos y partiendo cada uno en dirección opuesta..."
En todo lo que dice hay algo verdadero y algo falso. Esta
es la prueba de que Dolina trató también de
espantar a eventuales intrusos: Berna, Marsella, La Haya
y Ginebra o bien son paralelas no consecutivas o bien no
quedan cerca, y en ningún caso llegan a redondear
lo que técnicamente puede llamarse una manzana.
Tomás Eloy Martínez agranda el mito en El
cantor de tangos: "Una vez más me perdí
en el enredo de las calles, pero esa mañana lo hice
a propósito, para que el tiempo se me fuera yendo
en encontrar una salida. Seguía la curva de la calle
Londres y sin saber cómo ya estaba en la dear dirty
Dublin de Jimmy Joy, sí, o el camión retozaba
por el Tiergarten rumbo al Muro de Berlín, saludando
a los vecinos que se mostraban siempre indiferentes, porque
ya estaban acostumbrados a que los vehículos se desconcertaran
en Parque Chas y fueran abandonados por los choferes".
Claro que en la Berlín de Parque Chas no hay nada
parecido al jardín zoológico berlinés,
ni a la Puerta de Brandenburgo, y que ningún chofer
dejaría jamás el auto abandonado en Parque
Chas, porque jamás volvería a encontrarlo.
Pero todo recurso sirve para que los extranjeros de la gran
ciudad se mantengan a prudente distancia de su ombligo.
Sin embargo, hay mañana después de una excursión
a Parque Chas. Nosotros somos la prueba. Cuando está
allí, uno respira un microclima extraño, ve
que pasa algo raro, nota que el tiempo transcurre de otro
modo, se pregunta qué hace en el centro del laberinto
esa fuente horrorosa que después no resulta tan fea
y que al final parece darle al barrio cierto extraño
equilibrio. Pero puede volver, si procede con método.
Si uno actúa de modo racional, con sangre fría,
midiendo cada paso y actuando con calculada precisión,
saldrá del paso. Por las dudas, llevar un amuleto
(un diente de león, una pata de rana) ayuda.
El que sí se ha perdido es el gato. Ramón,
se llama. Hace varias semanas que falta del hogar, y lo
siguen buscando todavía. Pegan carteles con su foto.
Ofrecen recompensa. Es negro, puro gato, sin sangre refinada,
pero de todas formas lo extrañan en su casa. Circula
el rumor de que lo vieron por Moscú y corren hasta
allí, pero no está. Ahora dicen que lo vieron
en Nápoles, oyendo canzonettas. Uno le ve la cola,
otro el hocico, pero puesto que el escenario es tan sinuoso
nunca aparece entero. Que haya cruzado el mar Mediterráneo
es muy difícil. Más probable es que esté
dando vueltas por Parque Chas, detrás de una Ramona
perdida. ¿Tendrá hambre? Por las dudas, le
dejamos en la esquina de Bauness y Bauness los restos de
las barritas de cereal y una foto del dueño. Cuando
nos vamos, nos parece escuchar un maullido.
(Publicado en la Revista La Nación el 14 de noviembre
de 2010) |