Federico Andahazi concibió
su obra cumbre en un bar de Olazábal y Pacheco
“En Villa Urquiza escribí El anatomista”
Durante dos etapas de su vida residió en el barrio. Ambas
coincidieron con el proceso creativo del libro que, polémicas
al margen, lo consagraría como escritor. Federico Andahazi
recuerda con afecto aquel tiempo como vecino, cuando soñaba
que su novela más famosa obtuviera un premio que le permitiera
arreglar las goteras de su casa.
Por Marcelo Benini
mbenini@periodicoelbarrio.com.ar
Lo primero que podemos decir de Federico Andahazi (45), más
allá de sus valores literarios, es que no discrimina a
los medios según su importancia. Esta entrevista se realizó
el 14 de abril -su publicación se demoró por la
aparición de sucesivos temas que no admitían postergaciones-
en el marco del lanzamiento de Pecar como Dios manda, un ensayo
sobre la sexualidad de los argentinos. En el medio de una agenda
nutrida de entrevistas con los más importantes medios del
país, el escritor se hizo un espacio para atender a este
periódico, durante más de una hora, en su casa de
Villa Crespo. Claro que ello fue posible gracias a las gestiones
de Ana Wajszczuk, jefa de Prensa de Editorial Planeta, y Aída
Pippo, esposa de Andahazi, quienes en menos de 24 horas resolvieron
lo que en muchos casos lleva más tiempo o incluso jamás
se concreta.
Andahazi estudió psicología en la Universidad de
Buenos Aires y ejerció la profesión durante poco
tiempo. Decidió dedicarse de lleno a la literatura y en
1996 obtuvo el Primer Premio de Cuentos de la Segunda Bienal de
Arte Joven con la obra Almas misericordiosas. Ese mismo año
recibió también el Primer Premio del Concurso Anual
Literario Desde la Gente por su cuento El sueño de los
justos. A fines de ese año, a la vez que era finalista
del Premio Planeta, su novela El anatomista ganó el Primer
Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat. Sin
embargo, la patrocinante del concurso se escandalizó por
el contenido del libro y publicó una solicitada en los
principales diarios del país aclarando que no compartía
la decisión del jurado por considerar que la obra “no
contribuye a exaltar los más altos valores del espíritu
humano”.
De esta manera Fortabat contradecía a María Angélica
Bosco, Raúl Castagnino, José María Castiñeira
de Dios, María Granata y Eduardo Gudiño Kieffer.
El libro finalmente fue publicado por Editorial Planeta en 1997,
traducido a más de treinta idiomas y vendió millones
de ejemplares. Aborda la figura de Mateo Colón, un anatomista
del Renacimiento que, al enamorarse de una prostituta veneciana,
emprende la búsqueda de algún tipo de pócima
que le permita conseguir su amor. Da comienzo así a la
ardua exploración de la misteriosa naturaleza de las mujeres.
A través de la disección de cadáveres Colón
descubre, tal como lo fuera América para su homónimo,
una “dulce tierra hallada”: el Amor Veneris, equivalente
anatómico del clítoris. Cuando intente hacerlo público
deberá enfrentar al poder de la despiadada Inquisición.
La segunda novela de Andahazi, Las piadosas, fue publicada en
1998. Ese mismo año apareció un pequeño volumen
con los cuentos premiados del autor bajo el título El árbol
de las tentaciones. Luego vendrían El príncipe (2000),
El secreto de los flamencos (2002), Errante en la sombra (2004)
y La ciudad de los herejes (2005), una novela ambientada en la
Francia medieval donde narra cómo se originó el
llamado Santo Sudario de Turín. En 2006 Federico Andahazi
obtuvo el Premio Planeta Argentina por su novela El conquistador,
que relata la historia de Quetza, un joven azteca que, adelantándose
a Cristóbal Colón, descubre un nuevo continente,
Europa, y retrata a los salvajes que lo habitan. Por esta obra
fue acusado de plagio por Agustín Cuzzani (h), aunque la
Justicia desestimó la acusación (ver recuadro en
pág. 7).
Finalmente, en marzo de 2008 Andahazi publicó su primera
obra de no ficción, Pecar como Dios manda. Para ello inició
una exhaustiva investigación que va desde los pueblos precolombinos
hasta nuestros días. “Este volumen -el primero de
tres- echa luz sobre la rica e ignorada sexualidad de los pueblos
americanos originarios, los violentos cambios impuestos por la
conquista, la hipocresía del poder virreinal durante la
colonia y los nuevos cánones morales surgidos de la Revolución
de Mayo. Revela además aspectos desconocidos hasta hoy,
algunos ocultados con escrúpulo, sobre hechos y personajes
fundacionales, próceres y prohombres cuyo modo de ejercer
el poder sólo se explica a partir de la forma en que ejercieron
el sexo”, define la conocida enciclopedia de Internet Wikipedia.
-Hasta hace aproximadamente una década fuiste habitante
de Villa Urquiza. ¿Cómo recordás esa etapa?
-Fueron dos etapas en realidad, así que soy un asiduo
reincidente de Villa Urquiza. La primera vez fue después
de mi primera separación, a comienzos de los años
90, y paré en la casa de un amigo que vivía en Bucarelli
y La Pampa. Fue una época personal crítica y Villa
Urquiza me ayudó un poco a recomponer el eje de mi vida.
Yo soy un escritor que necesito de los bares, de hecho casi toda
mi obra fue escrita en bares. De manera que cuando vivía
en Villa Urquiza solía parar en bares como el de La Pampa
y Triunvirato. Ahí empecé a escribir los primeros
apuntes de El anatomista. Después volví a mis pagos,
Callao y Corrientes, la zona donde nací y a la que cada
tanto regreso.
-¿Y la segunda época en el barrio?
-Tiempo después decidí volver a Villa Urquiza.
Con mucho esfuerzo conseguí comprar una vieja casa a refaccionar
en Olazábal y Combatientes de Malvinas, el típico
PH que estaba al fondo de un pasillo largo. Fue una época
muy feliz de mi vida. A una cuadra tenía mi bar, en Olazábal
y Pacheco, donde todas las mañanas desayunaba y escribí
la mayor parte de El anatomista. Esta obra tiene mucho que ver
con Villa Urquiza, puedo acordarme incluso de los fragmentos que
allí concebí. La escritura tiene la particularidad
de que cuando encontrás la solución narrativa a
una situación no solamente recordás ese momento
sino también todo el entorno. Yo creo que Villa Urquiza
siempre me dio la claridad y tranquilidad necesarias para resolver
los conflictos narrativos que se me surgían. En esa época
trabajaba de psicoanalista, tenía mi consultorio en el
Centro y no estaba bien económicamente. Recuerdo que el
motivo de que me presentara al concurso de Editorial Planeta era
que necesitaba cambiar con urgencia la membrana del techo, porque
tenía una gotera sobre la computadora. Quién iba
a decir que el impulso de arreglar una filtración de mi
casa iba a terminar con un libro editado en lugares tan lejanos
como Finlandia, China o Japón. De modo que ese periplo
de El anatomista, que tuvo tan lejanos puntos, se inició
en Villa Urquiza.
-¿Cuánto más duró tu relación
con Villa Urquiza, a partir del éxito de El anatomista?
-Viví un año más en el barrio, pero durante
un tiempo conservé el departamento como garaje de las motos
que colecciono. Y lo tuve durante varios años, de hecho
lo vendí hace poco y con bastante pesar.
-Es decir que, pese a haberte mudado, tu conexión con
el barrio se mantuvo hasta una fecha reciente.
-Sí, aunque venía con menos frecuencia. Los fines
de semana yo disfrutaba mucho el barrio, solía almorzar
en una esquina frente a la Plaza Echeverría. Recuerdo que
lo hacía en la vereda, al calor del sol de otoño.
Villa Urquiza tiene una vida bastante intensa y llegué
a construir un vínculo estrecho.
-Si bien El anatomista es una novela de contexto histórico,
¿la influencia del barrio está presente en alguna
línea?
-Siempre digo que toda novela, por más que transcurra
lejos en el tiempo y en el espacio, por más que hable sobre
la Venecia del Renacimiento, es una metáfora de la actualidad.
Un autor no puede sustraerse a su propia subjetividad. Cuando
yo estaba escribiendo El anatomista en el bar de Olazábal
y Pacheco estaba tan sumergido en esa historia que cuando levantaba
la vista y veía los autos de la avenida tenía un
efecto alucinatorio inverso. Había reconstruido de tal
modo la Europa renacentista que me resultaba contrastante Buenos
Aires. Casi te diría que esa Italia que reconstruyo en
El anatomista está hecha a partir del contraste con Villa
Urquiza.
-Recién declaraste que sos un escritor de bares, que te
sentís cómodo en esos ámbitos. Curiosamente,
tu literatura no desborda la porteñidad que supuestamente
el café debería transmitir. ¿Cómo
explicás este curioso fenómeno?
-Lo que sucede es que el ideal de un escritor, que es el silencio
absoluto, es imposible de alcanzar. Entonces uno busca lo más
parecido. Podría ser una biblioteca, pero allí hay
un falso silencio porque cuando cruje una silla parece que hubiera
un terremoto y cuando vuela una mosca uno siente que pasa un Jumbo.
En cambio el café trae un murmullo parejo, que es lo más
parecido al silencio. La relación de los escritores con
los bares es muy tradicional.
-¿Y cuál es tu café preferido?
-Me quedo con La Academia, el de Callao y Corrientes, pero yo
tenía mi circuito de bares. En Villa Crespo iba al San
Bernardo, de Corrientes y Gurruchaga; y en Colegiales al Argos,
de Federico Lacroze y Alvarez Thomas. Cuando empecé a publicar
en el exterior esta práctica se hizo extensiva a varias
ciudades del mundo. Tengo mis barcitos en Madrid, en Barcelona,
en París...
-Ese clima ideal que a la hora de escribir proporcionan los bares,
¿no se ve afectado por cierta interferencia provocada por
los clientes que te reconocen y se acercan a saludarte o pedirte
autógrafos?
-La gente tiene una relación muy respetuosa con los escritores,
creo que excesiva. Percibo que se acercan a nosotros de manera
diferente. El otro día fui a almorzar con mi nena, que
tiene cinco años, y al lado de nuestra mesa había
dos chicas que yo veía que no se atrevían a hablarme.
Finalmente una de ellas, muy avergonzada, se levantó y
me dio uno de mis libros para que se lo firme. “Yo sé
que usted en este momento debe estar pensando en algo importante”,
se disculpó, cuando en realidad yo estaba almorzando despreocupado.
La gente es muy respetuosa con los escritores, quizá por
la falsa creencia de que estamos todo el tiempo pensando genialidades.
-Sos psicólogo, abrazaste la literatura hace más
de una década y tenés una vocación frustrada
como pintor y músico. ¿De dónde surge la
necesidad de abordar tantas disciplinas?
-Mi pasión por la pintura, frustrada por cierto, se la
debo a mi abuelo paterno Bela, que era un muy buen pintor impresionista
húngaro. Si bien de chico estudié pintura, nunca
me atreví a ir más allá por el respeto reverencial
que tenía por mi abuelo. Y en cuanto a la música,
me animé a abordarla a través de la literatura.
Yo tengo una novela, Errante en la sombra, donde compuse cuarenta
letras de tango. Esa novela me ha deparado muy gratas sorpresas.
Alguien me dijo una vez “leí ese libro y pude escuchar
esos tangos”. Suelo decir que soy coautor de esos temas:
yo escribí la letra, pero el lector compone la música.
-En 1996 ganaste el Primer Premio de la Fundación Amalia
Lacroze de Fortabat con El anatomista, pero luego te negaron públicamente
la distinción por considerar la obra como amoral. ¿Sentís
que el escándalo cimentó tu carrera?
-Efectivamente gané el concurso de la Fundación
Fortabat con El anatomista, pero la entrega del premio no se concretó
porque la directora consideró a través de una solicitada
que la obra premiada no contribuía a exaltar los valores
más elevados del espíritu humano. Tenía razón,
mi novela no se proponía eso. De todas formas fue un halago
saber que no comparto ese criterio. Durante un tiempo tuve la
desagradable percepción de que le debía un favor
a esta mujer, porque le había hecho una enorme publicidad
a mi libro. Yo creía que el éxito de El anatomista
se lo debía a ella. Sin embargo al poco tiempo el libro
se publicó, literalmente, en todo el mundo con el mismo
éxito. En el exterior nadie podía invocar este escándalo
porque no conocían a la señora Fortabat, afortunadamente.
Y así pude quitarme esa embarazosa sensación de
estar en deuda con ella.
-Uno de los pocos escritores que te bendijo antes de que fueras
reconocido fue Osvaldo Soriano. Curiosamente él padeció
cierto prejuicio de la crítica. ¿Existe cierta elite
literaria que subestima a los escritores exitosos?
-Yo llegué a Osvaldo Soriano de manera bastante casual,
después de enviar material literario a la revista Crisis,
que él dirigía y al poco tiempo cerró. Cuando
fui a buscar los manuscritos él me dio una opinión
elogiosa y al rato me di cuenta de que estaba hablando con Soriano.
A partir de esa conversación nos encontramos un par de
veces en el bar La Academia. Efectivamente fue el primer autor
reconocido que se fijó en mí cuando era un escritor
inédito y con el cual tuve el privilegio de compartir conversaciones.
Había algo que me llamaba la atención: Soriano se
quejaba de que determinados personajes del ambiente literario,
a quienes yo no conocía, lo trababan con mucho desprecio.
Hay una cosa que yo entendí después: el anonimato
da prestigio, hace que alguien sea bien visto. Cuando uno excede
los números de venta tolerables para cierta crítica
inmediatamente ese autor pasa a ser cuestionado. Esto sucede todo
el tiempo en la literatura, no es nuevo. Y yo también lo
padecí. Cuando era un autor inédito me fue muy bien
en los concursos literarios y gané una enorme cantidad
de premios, con jurados de notables: Liliana Heker, Vlady Kociancich,
Héctor Tizón, Angeles Mastretta, Mario Benedetti
y Luisa Valenzuela, entre otros. Al volverte exitoso aparecen
los recelos.
-¿Por qué te hiciste escritor?
-En mi caso convergieron dos o tres cuestiones clave. Mi viejo
era poeta y lo conocí de grande, en la esquina de Corrientes
y Montevideo. Lo recordaba por la foto de un libro de poesía
y a partir de ese momento logramos construir una relación,
quizá no paternal-filial pero sí de amistad. Y un
autor que me marcó definitivamente fue Leopoldo Marechal;
creo que el Adán Buenosayres me dio el pasaje de lector
a escritor.
-Siendo ya un autor consagrado, ¿cómo hacés
para no caer en el pecado del aburguesamiento y seguir sintiendo
la literatura de la misma manera que cuando eras novel?
-Es muy fácil, encontré la forma inmediatamente.
Así como cuando yo escribí El anatomista era un
autor inédito y no tenía exigencia alguna de las
editoriales, siempre me creo la ilusión de que eso que
estoy escribiendo nunca se va a publicar. Ese truco realmente
funciona y me libera de cualquier presión. No estoy diciendo
que me resulte un trabajo escribir, estoy diciendo que escribo
para no tener que trabajar.
El plagio que no fue
A fines de junio Federico Andahazi fue sobreseído por
la Justicia Penal en una querella iniciada en 2007 por un supuesto
plagio en su libro El conquistador, ganador del Premio Planeta
2006. El juez de instrucción Julio López decidió
absolver a Andahazi tras los peritajes realizados por expertos.
El escritor había sido demandado por Agustín Cuzzani
(h) en marzo de 2007. El hijo del fallecido dramaturgo Agustín
Cuzzani (1924-1987) consideró que la novela El conquistador
había plagiado una obra teatral de su padre, Los indios
estaban cabreros, estrenada en 1958.
Ambas obras sostienen que no fueron los españoles quienes
descubrieron América sino los indios, que habrían
llegado a Europa antes de 1492. Sin embargo, estas obras literarias
fueron peritadas por tres expertos, quienes determinaron que no
había plagio. Para eso valoraron, entre otros aspectos,
que Los indios estaban cabreros es una obra teatral, en tanto
El conquistador es una novela. “Andahazi no ha copiado el
estilo narrativo del querellante y las diferencias encontradas
entre ambos textos son sustancialmente mayores que las similitudes
o identidades. Andahazi ha desarrollado una investigación
independiente, impregnada de originalidad y novedosa”, destacó
el magistrado en su sentencia.
“Se hizo justicia, el juez de la causa determinó
que no existe plagio”, dijo Andahazi apenas conoció
el fallo. Ya en 2007 el abogado de Andahazi, Oscar Finkelberg,
dijo que la línea argumental en disputa no era original
y tenía antecedentes -por tratarse de hechos históricos
y leyendas conocidas- que datan de comienzos del siglo XX.