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Lucha permanente o convivencia constructiva



Hace unos días las declaraciones de Fito Paez diciendo que le daban asco los votantes porteños de Macri, causó un gran revuelo en la opinión pública. La verdad es que, más allá de la evaluación que nos puedan merecer dichas declaraciones, lo cierto es que el «asco» de unos hacia otros, parece ser una realidad bastante arraigada en nuestra cultura política. De hecho, muchos de los que se rasgaron las vestiduras por las expresiones del artista, manifestaron en reiteradas oportunidades su propio asco hacia quienes no pensaban o sentían como ellos.


Por Carlos Wilkinson*


En realidad estos rechazos emocionales colectivos de una parte de nosotros mismos hacia la otra parte y viceversa, es algo que tiene una historia bicentenaria en nuestro país. No olvidemos que hacia mediados del siglo XIX la elite portuaria se fundó en el principio de «civilización o barbarie» para organizar el país. Un principio que implicaba algo más que asco y desprecio hacia los gauchos y los indios; implicaba su aniquilación física y social. Y esta marca de nuestros primeros años de vida se repitió una y otra vez en el devenir colectivo de la nación bajo distintas formas. Yrigoyenistas y antiyrigoyenistas al inicio del siglo XX, peronistas y antiperonistas de mitad del siglo XX en adelante, sin olvidar, claro, la guerrilla y el terrorismo de estado que, como dije, fueron mucho más allá del asco de unos hacia otros.

De manera que las mencionadas declaraciones y contradeclaraciones no son otra cosa que la expresión de una seria dificultad que tenemos los argentinos para convivir entre nosotros. En este sentido la frase de Shumway según la cual «… la sociedad argentina desde los primeros días de la Independencia pareció haber sido construida sobre una fisura sísmica…. como si la Argentina no fuera un país, sino dos, ambos llenos de suspicacia hacia el otro, pero destinados a compartir el mismo territorio» parece describir bastante bien este serio problema. Un problema que debemos enfrentar y solucionar apelando a la madurez y la experiencia colectiva que, como sociedad con 200 años de vida en común, ya deberíamos adquirir.

De hecho la participación multitudinaria en la celebración del Bicentenario, puso de manifiesto esta madurez que empezamos a alcanzar como conjunto social. Cosa que la dirigencia política parece no haber captado. Los unos tratando de adjudicarse como propia una inmensa manifestación pacífica y espontánea de la ciudadanía en torno a su identidad histórica, los otros tratando de que fracase, aislándose en el Colón y proclamando que la presencia presidencial en él sería indeseable.

El hartazgo de la población ante la ausencia de una convivencia pacífica y constructiva a nivel dirigencial y la percepción de que para dicha dirigencia resultan más importantes sus luchas que el bien del conjunto, resultan evidentes. Ciertamente la demanda ciudadana por una convivencia pacífica y constructiva de la dirigencia, no implica que no haya conflictos y diferencias. Implica que la forma en que se traten, procesen y resuelvan esos conflictos y diferencias, no sea la eliminación del «otro», la crítica fundamentalista destructiva y la demolición práctica de todo lo que se hizo.

La superación de esta grave dificultad para convivir que hoy, promovida desde la dirigencia, se incorpora y afecta a todos los argentinos, no es sencilla. Pero resulta imprescindible. De lo contrario estaremos determinados a seguir moviéndonos como un péndulo de un extremo al otro. Destruyendo sistemáticamente todo lo que construyeron «los otros». Acentuando nuestra incapacidad colectiva para acumular logros comunes. Impidiendo contar con una orientación y sentido de dirección colectiva que nos contenga a todos, más allá e incluso aprovechando nuestras diferencias.

La clave inicial para empezar a resolver este problema, pasa por desarrollar una conciencia y unas prácticas políticas colectivas fundadas en la aceptación de que todos – y cuando digo todos, digo todos – pertenecemos a un solo y mismo país; el único que tenemos. Este principio de pertenencia inclusiva a una sociedad común, implica superar el viejo principio excluyente de civilización o barbarie que, bajo distintas modalidades y en distintos sentidos, todavía rige nuestras conductas políticas colectivas.

Sólo a partir de la aceptación de este nuevo principio podemos comenzar a buscar y encontrar coincidencias a través de las cuales mantener y mejorar lo que hicieron «los otros», acumular logros y contar con un sentido de dirección común para nuestra sociedad.

Es con este espíritu que el Movimiento Comunero – en el limitado pero significativo ámbito de la Ciudad de Buenos Aires – afirma en su documento fundacional: «Somos concientes que no todos los vecinos proponemos los mismos caminos para lograr lo que, como sociedad, necesitamos; pero también estamos convencidos que esas diversidades pueden enriquecerse mutuamente, en el marco del bien superior al que aspiramos: una ciudad integrada en la cual podamos convivir digna, pacífica y constructivamente entre nosotros»(1)

En línea con este espíritu, la formación de los Consejos Comunales autoconvocados promovidos por los comuneros desde el año 2008, en tanto organismos participativos fundados en el desarrollo de coincidencias y consensos vecinales, son una muestra de que este cambio es posible y beneficioso para todos.

En esta trascendente transformación cultural, la actitud de respeto, adhesión y dedicación de los Juntistas Comunales elegidos, a la concreción de los consensos vecinales, pondrá de manifiesto hasta que punto y en qué medida la dirigencia política de la ciudad acepta y se suma a este cambio, o prefiere abroquelarse en las viejas formas de hacer política por todos conocidas.


*Integrante del MOVIMIENTO COMUNERO

(1) Documento Base del Movimiento Comunero

 


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