La Memoria en Movimiento
Si un viajero en el tiempo apareciera de pronto frente a la funesta ESMA del año 1976, no percibiría a simple vista grandes cambios con respecto al predio actual del 2012. Encontraría los mismos árboles añosos, las calles asfaltadas y con buena sombra, oiría los gorriones, los zorzales, vería los mismos pabellones, de hasta cuatro plantas, pintados de color crema con marcos en las puertas y ventanas de color chocolate, terminados en mansardas y tejas naranjas, y espaciados generosamente entre las calles y los canteros de césped inglés con macizos de flores. Notaría, como diferencia, la presencia de marineros armados en las puertas de acceso, en las torretas de hormigón, distribuidos a lo largo de las cuatro cuadras de reja negra que separan el predio de la avenida Libertador. Y notaría también un cambio, no en la ESMA sino en la vecindad, en los edificios que están cruzando la avenida Libertador. No vería las torres actuales de 20 ó 30 pisos sino edificios de apenas 10 pisos entre otras construcciones más bajas.
Por Rafael Gómez para la Red Medios Barriales
Y si el viajero en el tiempo llegara hasta el año 1930, ya no encontraría edificios de 10 pisos. La avenida sería un bulevar de tierra, y las casas de una, dos, o tres plantas, estarían rodeadas de quintas. Los árboles de la ESMA serían pequeños, recién plantados, las calles internas tendrían adoquines. Pero los pabellones, inaugurados en 1928, serían los mismos. De hasta cuatro plantas, y espaciados convenientemente en un terreno de 17 hectáreas, los 10 pabellones de la ESMA fueron diseñados para que se pudiera aprovechar la luz del día en cada uno de ellos y hubiera una relación adecuada entre la superficie cubierta y la superficie de parque. Tales eran los criterios sanitarios de la época que se aplicaban en la construcción de hospitales, pensiones, y escuelas. Y la ESMA, sigla de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, fue diseñada así, pensando pormenorizadamente en la luz y en la relación entre el espacio de parque y la superficie cubierta para cuidar la salud y procurar el bienestar físico e intelectual de sus residentes (qué cosa curiosa, si se considera el destino que tuvo). Los estudiantes de entonces eran internos de lunes a viernes y cursaban allí las carreras de: oceanografía, electricista, mecánico naval, artillero, operador de radio, administración contable, meteorología, etc. Al recibirse de técnicos, podían optar entre la vida civil o asimilarse a la marina.
En 1930, una asonada militar liderada por el general José Félix Uriburu derrocó al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen. La idea de los golpistas de entonces era volver en poco tiempo al régimen constitucional.
El viajero en el tiempo notaría que también en 1976 una asonada militar, esta vez liderada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Eduardo Emilio Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, derrocó al entonces gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón. Pero la idea en esta ocasión era no volver al régimen constitucional. La idea era disolver el parlamento, los partidos políticos, intervenir el poder judicial, los medios de comunicación, y formar una dictadura cívico militar que gobernara según su propio criterio y sin rendir cuentas. “Porque el pueblo se equivocaba, no sabía qué le convenía, se dejaba engañar por los políticos… el pueblo era como un infante, un soldado rebelde y abyecto que debía disciplinarse y necesitaba un rumbo para poder crecer”. Ese era el verdadero espíritu de lo que esta Dictadura cívico militar llamó Proceso de Reorganización Nacional. “Nosotros (apenas una docena de personas) tenemos los valores, somos la reserva moral y esclarecida de la Patria, nosotros conocemos la esencia del ser nacional, somos los salvadores, somos quiénes podemos disciplinar y marcar el rumbo”.[1] Tamaña soberbia, aprensión, y tamaña subestimación de la gente, tuvo consecuencias. El Proceso de Reorganización Nacional necesitaba obediencia y sumisión. Y para someter a tantos, además de la fuerza, hizo falta el terror.
De modo que la realidad aparentaba ser la misma pero se desquebrajaba por dentro. Había algo asechando. Cierta gente desaparecía. “¿Quiénes? ¿Por qué desaparecían?” “Algo habrán hecho…”, era la respuesta. ¿Pero qué habían hecho? ¿Usaban el pelo largo? ¿Eran marxistas? ¿Escribían poemas? ¿Tenían en la habitación un póster del Che Guevara? ¿Ponían bombas? ¿Enseñaban a leer en las Villas Miserias? ¿Eran judíos? ¿Leían los libros prohibidos?, ¿cuáles eran los libros prohibidos? ¿Se reunían para hablar de política? ¿Iban a un taller literario? ¿Eran peronistas? ¿Les gustaba Serrat y Silvio Rodríguez? ¿Salían de noche? ¿Usaban polleras muy cortas? ¿Eran tercermundistas? ¿Usaban barba? ¿Se reían mucho? ¿Hacían teatro independiente? ¿Viajaban a Cuba? ¿Eran homosexuales? ¿Estudiaban filosofía o psicología? ¿Se drogaban? ¿Les gustaba el rock? ¿Hacían el amor libre? ¿Querían derrocar a la Dictadura? ¿Eran ateos?… Las preguntas se multiplicaban. Ninguna de todas esas cosas parecía formar parte del “ser nacional”. No se decía claramente qué era lo que formaba parte. Pero no convenía ser así o hacer esas cosas, uno podía desaparecer… ¿Entonces? ¿Cómo ser, qué hacer? No había que ser ni hacer. Había que detenerse. Así comenzaba el sometimiento.
Uno no podía ir en contra del “ser nacional”, uno se detenía o lo detenían. Esto no se decía claramente, pero había signos o mensajes más o menos evidentes de que era así. El aumento de personal armado en las calles: policial, militar, y paramilitar, sin uniforme, con armas largas y vehículos sin patente. El estado de sitio. Las sirenas, las ráfagas nocturnas. Había que detenerse… o irse (si es que uno tenía medios para irse). A veces los mensajes operaban subliminalmente. Un ejemplo: para ordenar el tránsito peatonal, la Dictadura colgó carteles entre los postes de colectivos que decían: “Zona de Detención” (todavía pueden verse). Había que detenerse. Uno debía detenerse. Otro mensaje de este estilo, que advertía sobre las críticas, los rumores, las conjuras, las reuniones, las denuncias, y las protestas, era un enorme cartel instalado en Obelisco que decía: “El Silencio es Salud”. Se sugería en el contexto, que las actividades o gustos recién mencionados podían llevarte a perder la salud. ¿Se perdía la salud cuando se desaparecía?
¿A dónde se desaparecía? Hubo en Argentina 364 Centros de Detención. Eran lugares secretos, ocultos, ilegales, clandestinos. El más grande y famoso de estos Centros fue el de la ESMA, que funcionó desde 1976 hasta 1983. La Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) tenía su régimen de estudiantes internos. Nada parecía sospechoso. Los pabellones color crema con puertas y ventanas enmarcadas en chocolate, lucían apacibles entre los árboles, los macizos de flores y los pájaros. Parecía el escenario de un cuento maravilloso. Sin embargo, en uno de los pabellones, algo apartado del conjunto académico pero bien visible y frente a la avenida Libertador -una de las más transitadas de la Ciudad-, estaba el Casino de Oficiales, y allí funcionaba un Centro de Detención. El pabellón tiene forma de E. En el espacio inferior de la E, oculto a la avenida, hay una playa de estacionamiento. Allí llegaban los detenidos, usualmente de noche, usualmente maltrechos, sustraídos con violencia de sus propias casas, sin orden legal ni amparo de ningún tipo. Y eran conducidos al sótano donde había celdas, salas de tortura, enfermería. Allí se los interrogaba y torturaba. Tras estas sesiones iban encapuchados, con grillos en los pies, a los altillos del tercer y cuarto piso, y eran alojados en habitáculos sin ventanas, donde no se podía estar parado por la pendiente del techo. El tratamiento habitual para un detenido desaparecido eran uno o dos meses de tortura, que podían desembocar en la libertad, en el exilio, en trabajos forzados, o en el asesinato. Los trabajos forzados eran limpiar, hacer el inventario de lo robado por los marinos en las casas de los secuestrados (que era considerado botín de guerra), traducir o generar notas periodísticas a favor de la Dictadura, hacer fotografías, documentación, reparar artefactos, incluso los propios instrumentos de tortura. Llama la atención la distribución y la convivencia en el pabellón. En el sótano se torturaba y arriba, en planta baja, había un comedor, el bar, y las salas de entretenimiento de los oficiales, donde además se planeaban los secuestros. En el primer y segundo piso estaban los dormitorios de los oficiales, muy luminosos, con vista al parque de árboles añosos. Y arriba, encadenados, agachados, heridos, acostados, hacinados en los altillos oscuros detrás de las tejas naranjas, había más de un centenar de personas viviendo un infierno. Los oficiales, instalados en sus cómodos dormitorios, no parecían advertirlo ni se les quitaba el sueño. Era como si ellos fueran los señores y aquellos los sirvientes de una mansión inglesa, que después de trabajar o de ser sometidos, desaparecían en el sótano y en los altillos.
Cifras redondas. Entre 1976 y 1983 hubo 5000 detenidos en este pabellón. Sólo 200 recuperaron la libertad. Muchas de las 4800 personas asesinadas fueron sedadas con pentotal y arrojadas al mar desde aviones que volaban a gran altura, otras fueron ejecutadas e incineradas en el mismo predio de la ESMA. La mayoría tenía alrededor de 25 años.
El Proceso de Reorganización Nacional no era en realidad muy nacionalista, consistía en imponer en el país el sistema neoliberal de Milton Friedman y la escuela de Chicago. Esto era: reducir las barreras protectoras de los estados para permitir los negocios de las corporaciones internacionales. Pero esa economía no funcionaba para la mayoría de la gente. En 1981, la Dictadura cívico militar necesitó entonces otra causa para seguir detentando el poder e inventó una guerra contra Inglaterra para recuperar las islas Malvinas. ¡Curiosa vuelta al nacionalismo! A mediados de 1982 se perdió la guerra y también el respaldo del gobierno estadounidense. No había más que hacer. La Dictadura estaba derrotada. Crecieron los partidos políticos, crecieron las organizaciones de derechos humanos. La Dictadura cívico militar trataba de negociar su retirada. La democracia llegó en 1983, asumió la presidencia Raúl Alfonsín -proveniente del partido radical-; y entonces comenzaron a aparecer, para el asombro del común de la gente, los muertos de la ESMA y de tantos otros centros clandestinos de detención.
Las cosas no son lo que parecen. Tal vez el argumento más importante de la Dictadura cívico militar para eludir los castigos por los vejámenes, robos, secuestros, torturas, y asesinatos de miles de argentinos, fuera la conjetura de una guerra. La fantasía de que había dos bandos y una guerra interna fue creciendo desde 1976, y “justificaba” la toma ilegal del poder y la dictadura. Pero nunca hubo una guerra -salvo la de las Malvinas-, y si la hubiera habido los prisioneros, por ser prisioneros de guerra tenían derechos, no deberían haberse ocultado en campos clandestinos, ni haber sido torturados, ni tampoco asesinados.
Sin embargo, aunque no coexistieron dos bandos equiparables luchando por el poder o por un territorio, los primeros decretos del gobierno democrático de Alfonsín fueron para enjuiciar a los dirigentes del ERP y Montoneros, y para enjuiciar a las Juntas Militares. Alfonsín también formó una Comisión Nacional para investigar sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), integrada por ciudadanos notables, y presidida por el escritor Ernesto Sábato. En 1984, esta Comisión produjo un informe, documentado con fotos de los centros clandestinos de detención, declaraciones de los sobrevivientes, y con un extenso listado de los desaparecidos, que conmovió a toda la sociedad. Pero lo curioso de este trabajo -llamado primero “Informe Sábato”, y después, sencillamente “Nunca más”- fue que a pesar de contar para su gestación con miles de denuncias y pruebas testimoniales, que permitían una clara interpretación de los hechos, se insistió en la conjetura de los dos bandos. Que se llamó entonces teoría de los dos “demonios”, una palabra muy afín al estilo literario de Sábato, pleno de demonios, ángeles exterminadores, cuestiones absolutas, monstruos, horrores e infiernos. Según esta teoría, la sociedad habría sido víctima y rehén de una guerra entre dos demonios de distinto signo. Uno de los “demonios” -del signo de derecha- formado por parte (no por la totalidad) de las Fuerzas Armadas y de la Policía, el otro “demonio” -del signo de izquierda- formado por las organizaciones políticas ERP y Montoneros.
El Informe tuvo el mérito enorme de constatar la existencia de más de un centenar de centros clandestinos de detención, y de reunir evidencias y datos sobre la desaparición de 9000 personas. Todo esto serviría de base para el juicio de la Juntas Militares. El déficit del Informe fue en la interpretación de los hechos. Tal vez por presiones políticas o presiones de los militares argentinos, tal vez por el protagonismo de Sábato (que haya tendido a interpretar los hechos según su propia y retorcida poética), o tal vez por simple ignorancia, no se dijo lo esencial. Esto es: que hubo terrorismo de Estado -suministrado en distintas dosis a toda la población- para imponer un orden social y un modelo económico determinado. No se trató entonces de una fatalidad producida por demonios absolutos e inapelables, sino de imponer un modelo económico para beneficio de las corporaciones a través del terrorismo de Estado. Tampoco esto era un método original, difícil de entender, había sido aplicado en casi toda América Latina; y poco antes que en Argentina fue aplicado en Chile, con el golpe militar y la dictadura sangrienta de Pinochet. Dictadura patrocinada por Henry Kissinger, secretario de Estado de EE.UU, y asistida por Milton Friedman en persona y otros economistas de Chicago.
Un largo camino hacia la verdad. El juicio a las Juntas Militares fue en 1985. De un total de más de 10.000 casos la fiscalía decidió presentar 709 casos paradigmáticos, de los cuales el tribunal examinó 280 y tomó declaración a 833 personas. Cuatro integrantes de las Juntas no tuvieron condena, pero fueron condenados: Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera a prisión perpetua, Roberto Eduardo Viola a 17 años de prisión, Armando Lambruschini a 8 años, y Ramón Orlando Agosti a 4 años. El fallo fue un hecho sin precedentes en América Latina y tuvo honda repercusión: por primera vez un tribunal civil condenaba a militares que habían derrocado un gobierno constitucional y violado el estado de derecho. Dada la cantidad de casos y los testigos y las pruebas que se sumaban, los juicios se multiplicaban cuando se bajaba por la cadena de mandos. Las Fuerzas Armadas y otros sectores presionaron para detener los juicios. En 1986 Alfonsín promulgó la Ley de Punto Final, una especie de amnistía encubierta que ponía fecha de vencimiento al inicio de las acciones penales. Y, en 1987, tras un motín militar en el cuartel de Campo de Mayo, Alfonsín promulgó la Ley de Obediencia Debida, que eximía de los juicios a los militares con rango menor de coronel, por el supuesto principio castrense de que éstos no eran responsables porque “debían obedecer” las órdenes de sus superiores. Quedaban excluidos de estas leyes y debían juzgarse quienes hubieren cometido el delito de apropiación de los hijos o de inmuebles de los detenidos en los campos clandestinos.
En 1989, Alfonsín no pudo resolver el problema de la hiperinflación y renunció cinco meses antes de concluir su mandato. Asumió otro presidente constitucional: Carlos Saúl Menem -proveniente del partido peronista-. Menem detuvo la hiperinflación, pero a condición de instalar en el país el sistema neoliberal de Milton Friedman y la escuela de Chicago. Aquello mismo que la Dictadura cívico militar de 1976 había impuesto por el terror, Menem consiguió imponerlo por el engaño (“Si les hubiera dicho lo que iba a hacer no me votaban”, confesó años después). ¿Qué fue lo que hizo? No solo redujo las barreras protectoras del Estado para permitir los negocios de las corporaciones internacionales, también vendió las empresas estatales a las corporaciones.
Y trató de borrar las huellas de la Dictadura asociada al neoliberalismo. Entre 1989 y 1990, Menem dictó 10 decretos de indultos, por delitos de lesa humanidad, que alcanzaron a 220 militares y 70 civiles, y también a Videla, Massera, Viola y Lambruschini, condenados en el juicio de las Juntas Militares. Durante la década del 90, los juicios por desapariciones, torturas y asesinatos durante la Dictadura cívico militar se detuvieron. Solo quedaron las causas por apropiación de hijos o de inmuebles.
En 1998, Ménem firmó un decreto para demoler la ESMA y trasladar la escuela de mecánica a Puerto Belgrano. La Justicia lo impidió, un juez atendió el recurso de varios familiares de las víctimas y suspendió el decreto: “porque la demolición podría borrar pruebas que permitan establecer cuál fue el destino final de miles de desaparecidos durante la dictadura militar”. Finalmente, lo que cayó fue el sistema económico impulsado por Milton Friedman y el Fondo Monetario Internacional, instrumentado en Argentina por Domingo Cavallo, ministro de economía de Menem, y después del presidente Fernando De la Rúa. Esto provocó la revuelta popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, y las propias caídas de De la Rúa y Cavallo. El engaño del neoliberalismo había sido descubierto. La sociedad cambió (o parte de ella, cambió) y hubo ansias de verdad y justicia. En el 2003 se aprobó un proyecto de Ley de la diputada Patricia Walsh -hija del escritor y periodista Rodolfo Walsh, asesinado por los marinos de la ESMA en 1977- para anular las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida. En el 2004, el presidente Néstor Kirchner anunció la desafectación de la ESMA para ser destinada a Espacio para la Memoria y Difusión de los Derechos Humanos. Y en el 2006 fueron declarados inconstitucionales los indultos de Menem.
La Memoria en movimiento. Se reanudaron los juicios por la reparación, la verdad y la justicia. Por el “Nunca más”, en contra del terrorismo de Estado, y para fundar una sociedad decente. Hoy, 2012, a 36 años del espanto, el predio con la arboleda umbrosa, los pájaros, el césped, y los pabellones color crema de tejas naranjas, parecen los de entonces pero ya no son los mismos. El Casino de Oficiales habitado por el horror ahora es un sitio histórico; en el pabellón central, con el frente de cuatro columnas, está el Espacio/Museo para la Memoria sobre el Terrorismo de Estado; donde funcionaba la Escuela de Guerra Naval está el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, con cine, teatro, música, seminarios, debates y publicaciones, orientados al mejor conocimiento y comprensión de nuestra historia reciente; donde estaba la Plaza de Armas ahora está la Plaza de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y así sucesivamente… Hay una Casa por la Identidad; de Abuelas de Plaza de Mayo; un Espacio Cultural Nuestros Hijos, de Madres de Plaza de Mayo; hay un Archivo Nacional de la Memoria; un Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos… Nada es lo que era, pero la sociedad debe tener un pasado porque se construye viajando en el tiempo sin detenciones. Yendo y volviendo. Y ciertos lugares, muy especiales, conmovedores, deben dedicarse a la construcción social, son los espacios para la memoria en movimiento.
[1] Nótese la conjugación del verbo ser en primera persona del plural: somos. “Somos” era el título de una revista de la época que hacía la propaganda de la Dictadura; su secretario de redacción, Enrique Vázquez, trabaja actualmente en la TV Pública.