Hombre desnudo en la vereda, llora
Hay algo que nos gusta de las navidades: que de la mañana a la noche protagonizamos un brote de bondad. Y hay algo que aborrecemos de las navidades: que esa bondad parece obligatoria y se nos evapora de la noche a la mañana. Nos dura, la bondad, menos que hacer la digestión.
Por Rodolfo Braceli
A propósito de navidades y de ser “buenitos” por un rapto que es un ratito, con el debido permiso voy a contar la leve historia de un personaje que ya traje a respirar a esta columna, hace años…
Me gusta decir que en mi Luján de Cuyo aprendí a respirar, muy cerca de la cancha del Bajo y del río, en tiempos en que la camiseta era granate. Granate rojovino, granate malbec, naturalmente. De aquellos años de infancia quedan latiendo en mi memoria un puñadito de personajes; uno de esos personajes encarnaba la sonrisa, la risa y la ternura. Era nuestro viejo de la bolsa, el Canario. Con Favio, Leonardo, siempre que nos encontrábamos lo recordábamos. Aquel Canario con el tiempo se metió en las páginas de dos de mis libros: “La Misa Humana” y “El hombre de harina”. Ahora otra vez lo saco de mis libros, y lo traigo.
El Canario vivía bajo el puente hierro del río Mendoza, con la Canaria, su mujer final. Mi papá me contó que este hombre había nacido en España, en el seno de una familia acomodada. Al parecer, un amor que se volvió desamor le trisó el corazón; en realidad se lo partió, y entonces dejó pertenencias y patria y, vaya a saber cómo, terminó sus días y sus noches en el Luján de Cuyo.
¿Cómo era el Canario? No era un vulgar chistoso, era mucho más: un hacedor de humor. Contaba cuentos, y sembraba esa clase de risa superior que empieza en la sonrisa y no necesita de la demagogia de la carcajada. Entretenía sus horas fabricando casitas con restos de vidrios rotos, que pegaba con engrudo de harina en el cartón.
Era, el Canario, un viejo de la bolsa con bolsa y todo. Corpulento, de abundante barba blanca, usaba una camisa siempre blanca y casi sin botones. No daba ni metía miedo el viejo. Transcurría sus días silbando, murmurando canciones, deshojando cuentos, dejándose lamer por el sol, de vereda en vereda.
Una tarde muy helada de pleno invierno, sin aviso, sin motivo que se supiera, el Canario empezó a desnudarse en la calle. A la vista de todos se desnudó completamente. Mientras lo hacía, lloraba en silencio. Lloraba con lágrimas.
El vecindario se escandalizó. En adelante, los postigos se cerraban cada vez que el Canario se acercaba con su bolsa al hombro; con su bolsa cargada de nadas y cartoncitos.
Es tan pequeña esta pequeña historia que eso es todo, ya ha concluido.
Un hombre desnudándose delante de sus semejantes. Un hombre desnudo y llorando, ¿qué es? Es la pura, es la primera, es la última verdad. Sin embargo, la civilizada civilización (que hoy se denomina neoliberalismo) nos ha adoctrinado para rechazar y huir de lo genuino, para escandalizarnos por la simple pura verdad.
Damas y caballeros, ni más ni menos: la verdad nos produce desasosiego, espanto. Con uñas y dientes nos defendemos de lo genuino. Así viene siendo, así es: le cerramos los postigos a la Vida. No queremos desvestirnos, no sabemos desnudarnos. No queremos sacarnos la apariencia de encima. Somos unos correctos cobardes ¿hipócritas? perfectos.
(Esto lo supe, esto lo aprendí, para siempre, por aquel Canario que una tarde de pleno invierno, en plena vereda, se desnudó completamente mientras lloraba en silencio.)
Ahora, en el 2016, en el umbral de otra Navidad, me alumbra de nuevo la imagen de aquel hombre cordial, discreto y sabio.
Ahí viene, ahí se acerca el Canario por la vereda de la sombra. Camina bordeando la acequia; ya quedó atrás la euforia de los cohetes, de los brindis, de los augurios. Una que otra cañita voladora descose la inmensa noche.
Ahí llega el Canario: no viene para pedir, no viene para dar lástima, no viene para aprovechar ese ataque de generosidad que nos brota porque es Navidad. Carga una especie de bolsa sobre su inmensa espalda. Trae flores, muchas flores, decenas de ramitos de esas flores silvestres que no tienen nombre: las que nacen desinteresadas entre las pestañas del río.
Se detiene apenas en la ventana de cada casa, y deja un ramito por vez. Lo deja sin decir palabra, sin esperar las gracias ni la moneda; lo deja y sigue hasta la siguiente casa.
Iluminado por la dignidad de su silencio, el Canario hace camino con esas flores que no tienen nombre, que no se venden.
Ahora se aleja manso, allá va, allá va… Se dirige a su puente…
Debajo del puente de hierro del río lo está esperando la Canaria, que tiene sed: a ella le dará el último ramito y una canción de palabras silbadas. Y, naturalmente, se amarán a rajacincha. Desnudos, como todos los dioses habidos y por haber mandan.
Posdata. A veces me pregunto: ¿habrá sido cierto el Canario?
La duda me merodea: este viejo de la bolsa, ¿habrá sido producto de mi fiebre imaginadora?
Más allá de mi fiebre, los postigos sí que fueron ciertos.
(Ay, los postigos… los postigos y las rejas y la paranoia.
La paranoia, madremía, por estos días, neoliberalismo mediante, convertida en devastadora y repugnante ideología…)
* zbraceli@gmail.com /www.rodolfobraceli.com.ar
(Esta es una versión ampliada de una columna originalmente
publicada en el diario JORNADA, de Mendoza.)