Noche
Estiró las piernas y las acercó a la estufa. Aspiró
su pipa y dibujó un aro de humo perfecto, afuera la tormenta
recordaba el diluvio universal.
Piazzola se colaba por la habitación y daba la sensación
de que escribía tecleando al ritmo del fueye
A veces detenía la escritura, se concentraba en el tabaco
–un latakia exquisito-, en rascarse la barba, en algún
fraseo del violín de Agri. Pensaba, imaginaba, le daba
forma a sus personajes y de tanto en tanto se mojaba los labios
con el brandy que le había regalado ella.
Había abandonado el café y el mate que le producían
acidez pero se negaba, como amante fiel que era, a dejar esas
antiguas compañías de los solitarios aunque solo
se permitía dos pipas por día y no mas de una copa
después de la cena, cuando se sentaba a escribir.
Se paró para cambiar a Astor por Coltrane. Ha veces, los
blues surtían efecto pero esta vez no había caso,
era imposible concentrarse en pensamientos que quería transformar
en palabras, en recuerdos que debían convertirse en literatura.
Los relámpagos y el diluvio lo distraían. Desde
chico lo fascinaban las tormentas y ésta lo estaba tentando.
Ya no miraba las palabras. Como hipnotizado, sólo tenía
ojos para ese vendaval que lo llamaba por la ventana.
Dejó la escritura y apagó la música.
Se sirvió otra compañía de brandy pero la
dejó sobre la mesa sin probar una gota. En cambio, cruzó
por el caos de libros, discos y ropa amontonada que junto a los
ceniceros y los vasos que lo rodeaban formaban la geografía
de su pequeño país-refugio.
Abrió el ropero y sacó el viejo Perramus y la gorra
inglesa que hacía mas de veinte años le había
regalado ella.
Sobre el almohadón que había tomado como suyo, Lenin
le dirigió una mirada adormilada y no tardó en volver
a su sueño felino.
Hurgó entre las pipas y eligió la curva de raíz
de brezo con tapa de plata, ideal para esa noche y que fue llenando
mientras bicheaba por la ventana. Los árboles se agitaban
como en llamas.
Aún dudaba.
Era realmente una noche de perros y no hacía mas de una
semana que había dejado de dormir con la gripe, que lo
visitaba todos los inviernos como una puta traicionera.
Le gustó la idea de la gripe – puta - mentirosa y,
antes de salir, la anotó en un papel que clavó frente
al escritorio junto a retazos de poemas, ideas y cuentas que se
acumulaban implacables.
La calle lo recibió con una furia amorosa. Un abrazo de
madre rigurosa y cruel.
Bajo el alero encendió el tabaco, lo apisonó, lo
volvió a encender en los bordes y se largó a caminar.
Caminaba fumando lentamente, poniendo atención a los ruidos,
a las luces, a los olores que traía la tormenta y que transformaban
el barrio y sus jardines en otro barrio, otro mundo, mas apropiado.
De a poco comenzó a invadirlo la euforia y esa sensación
de irrealidad que tan bien conocía, como si entrara en
un sueño, con un mareo suave.
No tenía mas de seis o siete años cuando allá
en el sur, en Brandsen, se había escapado una noche de
tormenta como esta, asustando a toda la familia. Después
de horas de buscarlo por todos lados, los viejos y sus hermanos
mas grandes lo encontraron sentado en un banco de la estación
acompañado por unos perros. Estaba tiritando, embarrado
y empapado como un galeote, pero feliz.
Ni la paliza le sacó el gusto.
Aquella noche en el sur, se le había aparecido sobre las
vías.
Bellísima.
Pero fue en las sierras, en unas vacaciones cordobesas aburridas
cuando de repente el sol se tapó de nubarrones y el granizo
los hizo correr a todos al hotel.
Allí se quedó esperando.
Ni los ruegos ni las puteadas de sus tías, que le vaticinaban
un rápido final partido por un rayo, lo convencieron. Sobre
las sierras, el espectáculo era imponente y a diferencia
de la ciudad, aquí se abarcaba todo lo magnífico
del estruendo y esta puesta en escena que sin duda alguien montaba
para él.
Entonces un rayo de sol que se coló en la penumbra la iluminó
junto a los pinos.
Allí estaba de nuevo, esperándolo, pero el no se
atrevió.
Podía recordar todas y cada una de esas mañanas,
tardes y noches de tormenta. En siniestros hoteles pueblerinos,
en caminos y en los trenes donde había pasado la mitad
de su vida o en esa ciudad que apenas conocía, y que había
elegido como refugio, como un remanso tranquilo para poder escribir
y ser un anónimo.
En esto pensaba al cruzar la avenida vacía. Hacía
mas de una hora que caminaba y sabía que estas eran las
últimas casas.
El olor a eucaliptos volvió a embriagarlo y le pareció
verla bajo un farol.
No quedaban mas que uno o dos aguantando estoicamente el embate
con su mortecina luz municipal y mas allá, sólo
se veía la oscura soledad del campo.
En la antigua estación abandonada, los vagones oxidados
se pudrían sin quejarse. Recordó la letra de un
viejo blues de Javier que intentó tararear pero se le entreveró
con un gotán que también hablaba de trenes y de
lluvias.
El viento se había levantado llevándose la lluvia,
pero un último relámpago la recortó nítida
contra la noche.
Entre las vías, que los yuyos tapaban de olvido, lo estaba
esperando.
Bella como un abismo o un fraseo de blues, como el mañana.
Esta vez no retrocedió y en cambio apuró el paso
firme hacia sus ojos que lo miraban desde siempre.
Sabía que era tarde para volver.
Ya había cruzado la puerta y era tarde para terminar su
copa y anotar esa frase que buscó toda la noche y que había
encontrado para darle un final adecuado a la historia.
Pero no le importó.
La noche, se cerraba como un manto maternal y comenzaba a perfumarlo
todo, a los hombres y a sus sueños.
Caperucita roja
En el piquete de la ruta tres, aparece invariablemente con una
campera con capucha roja de Independiente de Avellaneda. Ha veces,
cuando anda sin guita sale con el hermano a afanar. El walkman
que lleva siempre enchufado a las orejas se lo hizo en Ramos.
Caperucita, como le dicen los muchachos del piquete de Alderete,
vive en el fondo de Villa Scasso, en Gonzalez Catán. Junto
con sus siete hermanos, apenas si entran en la casita de material
que levantó el viejo, un albañil que ya murió
hace años de cirrosis.
La madre hace lo que puede y alguno de los hermanos hace changas
y casi todos tienen algún plan provincial de 150 mangos.
La abuela, que anda por los cincuenta y pico, trabaja de puta
y vive en Laferrere.
Como el teléfono no existe, la vieja la manda un día
a ver que pasa con la suegra de la que no sabe nada hace rato.
Cuando llega escucha ruidos raros y al entrar, asustada, la encuentra
acostada con Ledesma. El lobo Ledesma es un pesado de la zona
y tiene fama de violador, de hecho hasta las chicas le tienen
miedo y evitan cruzar por donde vive La piba se asusta y sale
a los gritos sin darse cuenta que la casa está rodeada
de canas.
A Ledesma se la tienen jurada hace rato porque los mejicaneó
con una falopa que terminó vendiendo el solo. La cana entra
a los tiros y hace la carnicería de siempre, no se salvan
ni los perros. Lo último que escucha son las puteadas y
los gritos de la vieja. El lobo no alcanza a rajar. En calzoncillos
intenta saltar la tapia del fondo pero lo acribillan a balazos.
Abuela y nieta lloran abrazadas junto a los perros muertos (la
única compañía de la pobre vieja). Tiemblan
de miedo, de vergüenza, de odio.
Haciéndose el distraído, el comisario se mete en
el bolsillo el reloj de oro de Ledesma que está en la mesita
de luz.
Esa noche Caperucita le pide al hermano que le consiga un fierro.
Ya no va a volver al piquete y va a empezar a salir de caño.
El revolver es una reliquia que había sido del abuelo
correntino. Un calibre 45 que en las manitos de "la Jesi"
parece un cañón. Todavía no cumplió
15 y con el chumbo se cree Rambo.
Tres meses después, los perros de un vecino de Isidro
Casanova la encuentran en un basural. Tiene catorce balazos en
el cuerpo y uno en la cabeza.
Colorín colorado.
El viaje
Las velas se hincharon con una brisa que, al tiempo se transformó
en un viento de popa y que, a los hombres le sugirió un
buen augurio.
Iban a aventurarse en el Mar Desconocido, hacia Cipango, hacia
las Indias, hacia la Especiería de la que volverían
ricos, tal vez, hasta con fama. Quien como ellos, se preguntaban,
habría navegado alguna vez hacia el poniente para volver
por Levante.
La idea de los techos dorados de la China o la misma ropa de tela
de oro del Gran Kan y las mil maravillas tantas veces escuchadas
sobre el oriente eran el acicate y a la vez, el contrapeso del
miedo; el terror que infundía el inmenso océano
que nadie jamás, había atravesado.
En esas cosas pensaban los hombres mientras desataban nudos y
se ataban otros, mientras aseguraban una y otra vez que todo estuviera
seguro y en su sitio.
Así se daban ánimos con bromas y con gritos, mientras
miraban como la costa de La Gomera comenzaba lentamente a alejarse.
Desde el castillo de La María Galante, el capitán
también se mostraba ansioso.
Sus pensamientos iban más rápido que las tres naves
¿Serían suficientes las provisiones? Y las armas
¿Tendrían necesidad de usarlas? El título
de Almirante, las espuelas de oro, prometidas, la gloria lo esperaban.
No era en las sedas ni en la plata en lo que pensaba.
Hombre práctico, había cargado agua y comida como
para seis meses y, confiado y seguro, había embarcado a
un tal Luis de Torres, que había sido judío y que,
le aseguraba conocer hebreo, caldeo y arábigo.
La corona le había adelantado un millón de maravedíes
que en propia mano le entregó Santangel, medio millón
le había sido prestado por Martín Alonso mas lo
que restaba y que habían aportado los Pinzones, no estaba
mal para seis años de espera y de frustración.
Años en los que debió humillarse como un mendigo,
soportando burlas y hasta el escarnio, teniendo que explicar una
y otra vez un proyecto que se había transformado en su
obsesión.
Pero allí estaba y allí navegaba. Al alba del 9
de septiembre, a nueve leguas de la isla de Hierro se dejó
de ver tierra , la última que verían.
Muchos fueron los que sintieron miedo en ese momento pero no él,
el capitán conocía de memoria a Esdras, a Toscanelli,
había repasado una y mil veces en esos años las
longitudes descritas por Marco Polo y estaba tan seguro de lo
correcto de sus mediciones que le había prometido al mas
joven de los Pinzón que no navegarían mas de setecientas
leguas sin encontrar tierra firme.
Los reyes habían prometido una pensión vitalicia
de diez mil maravedíes al primero que distinguiese las
Indias, y esto en parte, solo en parte, hacía olvidar la
angustia que provocaba ese mar desconocido.
Pero los días pasaban y la tensión aumentaba.
Los comentarios a espaldas del capitán, las dudas que corroían
el corazón y que se convertían en odio desconfiado:
Que estaba loco, que estaba poseído, que los había
engañado, que los llevaría a la muerte segura.
El océano tenebroso enloquecía las brújulas
y a los hombres que, convertidos en una jauría aterrorizada
ya hablaban de regresar a Palos como sea.
Sus espías le informaron de las habladurías pero
el no se alteró. Había comandado hombres durante
años, y, consultando con Martín Alonso, éste
lo apoyó resuelto. En voz alta y ante la marinería
reunida a pleno, le aconsejó al Almirante (así lo
llamó) ahorcar o tirar por la borda a media docena de los
mas revoltosos, con lo que terminó con el principio de
motín que lo amenazaba.
Por la noche, y por primera vez, ya que nunca se unía a
los demás, bajo del castillo para cantar la Salve junto
a todos. Les recordó la promesa de los reyes y el ánimo
pareció retornar a las almas que, alumbradas por las farolas
marineras, buscaban en esas estrellas desconocidas alguna señal,
algo mas que palabras de aliento y promesas.
El 25 de septiembre Pinzón creyó ver tierra y lo
voceó reciamente produciendo un enorme revuelo; los mas
resueltos se subían a los mástiles, se gritaba,
se reía y se rezaba pero, al llegar el alba la pena de
la decepción amenazó convertirse en cólera.
Pocos días después fue desde La Niña que
se escuchó el tiro de lombarda y se izó la banderola
pero, al hacerse noche, los ojos que querían taladrar el
horizonte se derrumbaban.
El 7 de octubre anotó en su diario "toda la noche
oyeron pasar pájaros", y por la tarde fue que se empezó
a escuchar.
Era un zumbido sordo y lejano.
Uno de sus hombres mas fieles subió alarmado. El mar se
movía.
El viento había dejado de soplar hacía horas pero
igual se mandó amañar todas las velas quedando solo
el treo, que es la grande sin bonetas. Viendo que tampoco resultaba
hizo retirar esta última para comprobar, asombrado, que
la nao seguía su curso como en un río.
Las otras dos la seguían sin perder distancia pese a que
también habían recogido el velamen completo. En
el horizonte una espesa línea de nubes se confundía
con el océano.
Decidido, subió al castillo de proa y arengó a los
hombres con fiereza. El había visto muchas veces esos ríos
que surcan el mar, la falta de viento, y el zumbido eran señales,
como lo habían sido las agujas imantadas que enloquecían
o las sirenas que algunos decían haber visto en la noche.
La espesa nube del horizonte señalaba el fin del viaje,
Cipango, Catay, el Gran Kan, las sedas el oro, no había
porque desanimar.
Los hombres lo escuchaban enmudecidos; el zumbido era ahora tan
fuerte que las últimas palabras ya no se oían. Las
órdenes de alejarse de la borda fueron inútiles
ya que como hipnotizados no podían dejar de mirar ese mar
sin olas, sin viento, sin color, que los llevaba.
Nadie durmió esa noche, que se había quedado sin
estrellas aunque el aire fuera limpio y no amenazara con llover.
Encerrado, el Almirante se prometía una jornada de gloria;
sería el Libertador de Jerusalén, el Príncipe
del Oeste, Liberador de la Casa de Sion, Almirante de la Mar Océano,
tal vez Virrey. El trato de Don , para el y sus hijos, las espuelas
de oro. Los golpes en la puerta no lo alarmaron.
Rodrigo, Sánchez y los otros prácticamente lo arrastraron
hacia la cubierta donde todo era un infierno de gentes que corrían
sin sentido gesticulando y seguramente gritando aunque, nada podía
ya oírse salvo ese ruido estremecedor que todo ensordecía.
Ni gritándose en la cara podían ya escucharse; por
otra parte, aunque hacía tiempo que debía haber
amanecido la penumbra dejaba ver poco y nada. De La Pinta y La
Niña ya nada se sabía.
Uno de los marineros se acercó a increparlo y, aunque debieron
desenfundarse las espadas para protegerlo, algunos golpes y escupitajos
le ofendieron el rostro.
No intentó siquiera defenderse. Con el crucifijo aferrado
intentó subir a uno de los mástiles pero ya La Gallega
o La Marigalante como la llamaban los marineros, pese a que el
intentara en vano que la bautizaran Santa María comenzó
a inclinarse hacia la proa Hombres, maderas y fierros, sogas y
velas, todo se desplomaba y rodaba mientras la nao, con la popa
despegada del mar que la llevaba, se inclinaba hacia el abismo
donde terminaban las aguas y la luz, que se devoraba los barcos,
los hombres y sus sueños.
Dios
La Gran Asamblea Ecuménica por fin se había puesto
de acuerdo. Cardenales, rabinos, imanes, pastores, lamas y chamanes.
Representantes de todas las religiones se abrazaban como hermanos.
La discusión había llegado a su fin.
Lo que parecía ser una cuestión semántica
se convirtió en ideológica. El "Programa de
las Naciones Unidas para la Búsqueda de Dios" según
algunos, escéptico y agnóstico, mutó por
el más apropiado: "Programa de las Naciones Unidas
para el Encuentro con Dios".
El mundo se había vuelto miserable e irracional. El capitalismo
había arrasado con los estados nacionales y lo que quedaba
de estos era una patética muestra de impotencia para controlar
el despiadado sistema de corporaciones que controlaba el planeta.
Habían vuelto antiguas lacras como la esclavitud y las
guerras de religión. Guerras emprendidas por ejércitos
privados para el control de nuevos mercados y que la propaganda
travestía como "conflictos religiosos".
Las Naciones Unidas eran, de hecho, un instrumento más
de la dominación mundial.
El viejo foro de discusiones servía ahora para cosas que
un siglo atrás hubiesen levantado un mar de indignación.
La anulación de los derechos elementales para las naciones
"atrasadas" justificaba nuevamente la esclavitud de
africanos, eslavos y mestizos americanos.
Las "repúblicas" eran fachadas vergonzantes donde
minorías oligárquicas ejercían un poder brutal
e idiotizante. Una cultura planetaria basada en el consumo había
barrido con las particularidades y sólo se hablaban media
docena de lenguas. Las grandes cadenas de televisión, la
música estridente y las drogas sintéticas habían
convertido a los humanos en un rebaño embrutecido.
Los libros eran objetos despreciados por las mayorías.
Los jefes políticos y religiosos hacían continuas
campañas en su contra. No era extraño que las viejas
religiones hubiesen vuelto con un poder semejante al del mundo
medieval.
Con el regreso de los estados teocráticos, a nadie le sorprendió
que científicos de todo el mundo se propusieran hablar
con Dios, o por lo menos, escucharlo. Representantes de las religiones
más numerosas, reunidos en una gran asamblea ecuménica,
propusieron una simple pregunta que debía repetirse en
todas las lenguas conocidas.
"Padre celestial ¿Nos escuchas? ¿Podrías
enviarnos un mensaje? Los hombres y mujeres del planeta Tierra
esperamos una señal tuya".
Las gigantescas antenas del SETI, con las que se buscaba desde
hacía más de un siglo alguna señal de vida
extraterrestre, rastreaban ahora la voz del eterno. Todos quisieron
tener aunque fuera una porción de gloria. Se montaron gigantescos
monitores en red en Jerusalén, El Vaticano, La Meca, Tibet,
pero también en Machu Pichu, en las estepas siberianas
y en los polos.
Nadie quería estar ajeno. Al año de insistir con
la emisión, unos jeroglíficos que aparecieron en
las pantallas hicieron detener el corazón de los técnicos
que, rutinaria y desganadamente, pasaban sus horas entre el póquer
y la televisión. Durante varias generaciones habían
esperado en vano alguna señal de vida extraterrestre. Era
la primera vez que algo sucedía.
Durante días las sofisticadas computadoras se llenaron
de signos incomprensibles. No faltó la idea conspirativa
sobre un hacker bromista, pero rápidamente se descartó.
La señal venía de los cielos.
Lingüistas, semiólogos y expertos en decodificación
discutieron y analizaron hasta el cansancio las siete líneas
que se repetían. El 7, número cabalístico
por excelencia, pensó algún rabino trasnochado.
El que contestaba no podía ser otro que el Dios judeo-cristiano.
Sin embargo la lengua utilizada era una antigua forma semítica
caldea a la que se fue agregando el arameo, copto, chino mandarín,
luego maya, latín, griego, y por fin formas más
modernas del árabe y hebreo. Otras resultaron incomprensibles
aun para los más sabios.
En todas, el mismo mensaje se repetía invariable.
Durante más de un mes se rastreó toda posibilidad
de engaño hasta desecharse la más remota. El mensaje
era inequívocamente la voz del Supremo Hacedor que contestaba
a la pregunta. Siglos y siglos de espera culminaban.
Las multitudes congregadas frente a las enormes pantallas estaban
en éxtasis. En Roma, el Papa, hincado en posición
suplicante, competía con las imágenes del Gran Rabino
y con la de los ayatolás, que parecían estar en
trance. Hubo escenas de histeria, de llanto y rezos frenéticos.
De rodillas, los hombres veían como alucinados el mensaje
del Creador.
Cuando por fin se detuvo la escritura que sin duda abarcaba todas
las lenguas humanas, un estremecimiento recorrió el planeta.
En la vieja lengua de Cervantes el Padre Eterno decía inequívocamente.
"LA PUTÍSIMA MADRE QUE LOS PARIÓ. DIOS".
El sentimiento general, que era en principio de asombro y estupefacción,
se transformó con las horas en furia homicida. En las grandes
ciudades, inocentes grupos de Hare Krishna que cantaban en los
parques fueron perseguidos y asesinados a garrotazos por turbas
enloquecidas. Los temores atávicos encendían el
peor de los odios.
La respuesta levantó una ola de interrogantes y de discusiones
teológicas. ¿A quién se refería el
Supremo Padre Celestial? ¿Había entonces una madre
primordial ya olvidada? Cristianos, mahometanos y judíos
de todas las tendencias se acusaban mutuamente del mal humor divino.
El clima de fraternidad se quebró como un cristal y las
explosiones atómicas volvieron a asolar la Tierra.
"Ya habrá tiempo de mejorar las cosas", comentó
con una sonrisa alcohólica George Bush IV, el presidente
de los Estados Cristianos de América en la asamblea extraordinaria
de las Naciones Unidas.
El representante de la joven República Evangélica
de Patagonia, uno de los territorios en que se había dividido
la República Argentina luego de la guerra civil de fines
del siglo XXI, fue el primero en aplaudir el estúpido chiste.
--------------------------------------------------------------------------------