Portal de Parque Chas: "Estamos haciendo Historia"
Buenos Aires, Argentina /

Funciones de la nota





Noche


Estiró las piernas y las acercó a la estufa. Aspiró su pipa y dibujó un aro de humo perfecto, afuera la tormenta recordaba el diluvio universal.
Piazzola se colaba por la habitación y daba la sensación de que escribía tecleando al ritmo del fueye

A veces detenía la escritura, se concentraba en el tabaco –un latakia exquisito-, en rascarse la barba, en algún fraseo del violín de Agri. Pensaba, imaginaba, le daba forma a sus personajes y de tanto en tanto se mojaba los labios con el brandy que le había regalado ella.

Había abandonado el café y el mate que le producían acidez pero se negaba, como amante fiel que era, a dejar esas antiguas compañías de los solitarios aunque solo se permitía dos pipas por día y no mas de una copa después de la cena, cuando se sentaba a escribir.

Se paró para cambiar a Astor por Coltrane. Ha veces, los blues surtían efecto pero esta vez no había caso, era imposible concentrarse en pensamientos que quería transformar en palabras, en recuerdos que debían convertirse en literatura.
Los relámpagos y el diluvio lo distraían. Desde chico lo fascinaban las tormentas y ésta lo estaba tentando.

Ya no miraba las palabras. Como hipnotizado, sólo tenía ojos para ese vendaval que lo llamaba por la ventana.
Dejó la escritura y apagó la música.

Se sirvió otra compañía de brandy pero la dejó sobre la mesa sin probar una gota. En cambio, cruzó por el caos de libros, discos y ropa amontonada que junto a los ceniceros y los vasos que lo rodeaban formaban la geografía de su pequeño país-refugio.
Abrió el ropero y sacó el viejo Perramus y la gorra inglesa que hacía mas de veinte años le había regalado ella.

Sobre el almohadón que había tomado como suyo, Lenin le dirigió una mirada adormilada y no tardó en volver a su sueño felino.

Hurgó entre las pipas y eligió la curva de raíz de brezo con tapa de plata, ideal para esa noche y que fue llenando mientras bicheaba por la ventana. Los árboles se agitaban como en llamas.
Aún dudaba.

Era realmente una noche de perros y no hacía mas de una semana que había dejado de dormir con la gripe, que lo visitaba todos los inviernos como una puta traicionera.

Le gustó la idea de la gripe – puta - mentirosa y, antes de salir, la anotó en un papel que clavó frente al escritorio junto a retazos de poemas, ideas y cuentas que se acumulaban implacables.
La calle lo recibió con una furia amorosa. Un abrazo de madre rigurosa y cruel.
Bajo el alero encendió el tabaco, lo apisonó, lo volvió a encender en los bordes y se largó a caminar.

Caminaba fumando lentamente, poniendo atención a los ruidos, a las luces, a los olores que traía la tormenta y que transformaban el barrio y sus jardines en otro barrio, otro mundo, mas apropiado. De a poco comenzó a invadirlo la euforia y esa sensación de irrealidad que tan bien conocía, como si entrara en un sueño, con un mareo suave.

No tenía mas de seis o siete años cuando allá en el sur, en Brandsen, se había escapado una noche de tormenta como esta, asustando a toda la familia. Después de horas de buscarlo por todos lados, los viejos y sus hermanos mas grandes lo encontraron sentado en un banco de la estación acompañado por unos perros. Estaba tiritando, embarrado y empapado como un galeote, pero feliz.

Ni la paliza le sacó el gusto.
Aquella noche en el sur, se le había aparecido sobre las vías.
Bellísima.

Pero fue en las sierras, en unas vacaciones cordobesas aburridas cuando de repente el sol se tapó de nubarrones y el granizo los hizo correr a todos al hotel.
Allí se quedó esperando.

Ni los ruegos ni las puteadas de sus tías, que le vaticinaban un rápido final partido por un rayo, lo convencieron. Sobre las sierras, el espectáculo era imponente y a diferencia de la ciudad, aquí se abarcaba todo lo magnífico del estruendo y esta puesta en escena que sin duda alguien montaba para él.

Entonces un rayo de sol que se coló en la penumbra la iluminó junto a los pinos.
Allí estaba de nuevo, esperándolo, pero el no se atrevió.

Podía recordar todas y cada una de esas mañanas, tardes y noches de tormenta. En siniestros hoteles pueblerinos, en caminos y en los trenes donde había pasado la mitad de su vida o en esa ciudad que apenas conocía, y que había elegido como refugio, como un remanso tranquilo para poder escribir y ser un anónimo.

En esto pensaba al cruzar la avenida vacía. Hacía mas de una hora que caminaba y sabía que estas eran las últimas casas.

El olor a eucaliptos volvió a embriagarlo y le pareció verla bajo un farol.
No quedaban mas que uno o dos aguantando estoicamente el embate con su mortecina luz municipal y mas allá, sólo se veía la oscura soledad del campo.

En la antigua estación abandonada, los vagones oxidados se pudrían sin quejarse. Recordó la letra de un viejo blues de Javier que intentó tararear pero se le entreveró con un gotán que también hablaba de trenes y de lluvias.

El viento se había levantado llevándose la lluvia, pero un último relámpago la recortó nítida contra la noche.

Entre las vías, que los yuyos tapaban de olvido, lo estaba esperando.
Bella como un abismo o un fraseo de blues, como el mañana.
Esta vez no retrocedió y en cambio apuró el paso firme hacia sus ojos que lo miraban desde siempre.
Sabía que era tarde para volver.

Ya había cruzado la puerta y era tarde para terminar su copa y anotar esa frase que buscó toda la noche y que había encontrado para darle un final adecuado a la historia.
Pero no le importó.

La noche, se cerraba como un manto maternal y comenzaba a perfumarlo todo, a los hombres y a sus sueños.

Caperucita roja

En el piquete de la ruta tres, aparece invariablemente con una campera con capucha roja de Independiente de Avellaneda. Ha veces, cuando anda sin guita sale con el hermano a afanar. El walkman que lleva siempre enchufado a las orejas se lo hizo en Ramos.

Caperucita, como le dicen los muchachos del piquete de Alderete, vive en el fondo de Villa Scasso, en Gonzalez Catán. Junto con sus siete hermanos, apenas si entran en la casita de material que levantó el viejo, un albañil que ya murió hace años de cirrosis.

La madre hace lo que puede y alguno de los hermanos hace changas y casi todos tienen algún plan provincial de 150 mangos.
La abuela, que anda por los cincuenta y pico, trabaja de puta y vive en Laferrere.

Como el teléfono no existe, la vieja la manda un día a ver que pasa con la suegra de la que no sabe nada hace rato.

Cuando llega escucha ruidos raros y al entrar, asustada, la encuentra acostada con Ledesma. El lobo Ledesma es un pesado de la zona y tiene fama de violador, de hecho hasta las chicas le tienen miedo y evitan cruzar por donde vive La piba se asusta y sale a los gritos sin darse cuenta que la casa está rodeada de canas.

A Ledesma se la tienen jurada hace rato porque los mejicaneó con una falopa que terminó vendiendo el solo. La cana entra a los tiros y hace la carnicería de siempre, no se salvan ni los perros. Lo último que escucha son las puteadas y los gritos de la vieja. El lobo no alcanza a rajar. En calzoncillos intenta saltar la tapia del fondo pero lo acribillan a balazos.

Abuela y nieta lloran abrazadas junto a los perros muertos (la única compañía de la pobre vieja). Tiemblan de miedo, de vergüenza, de odio.
Haciéndose el distraído, el comisario se mete en el bolsillo el reloj de oro de Ledesma que está en la mesita de luz.

Esa noche Caperucita le pide al hermano que le consiga un fierro. Ya no va a volver al piquete y va a empezar a salir de caño.

El revolver es una reliquia que había sido del abuelo correntino. Un calibre 45 que en las manitos de "la Jesi" parece un cañón. Todavía no cumplió 15 y con el chumbo se cree Rambo.

Tres meses después, los perros de un vecino de Isidro Casanova la encuentran en un basural. Tiene catorce balazos en el cuerpo y uno en la cabeza.

Colorín colorado.


El viaje

Las velas se hincharon con una brisa que, al tiempo se transformó en un viento de popa y que, a los hombres le sugirió un buen augurio.
Iban a aventurarse en el Mar Desconocido, hacia Cipango, hacia las Indias, hacia la Especiería de la que volverían ricos, tal vez, hasta con fama. Quien como ellos, se preguntaban, habría navegado alguna vez hacia el poniente para volver por Levante.

La idea de los techos dorados de la China o la misma ropa de tela de oro del Gran Kan y las mil maravillas tantas veces escuchadas sobre el oriente eran el acicate y a la vez, el contrapeso del miedo; el terror que infundía el inmenso océano que nadie jamás, había atravesado.
En esas cosas pensaban los hombres mientras desataban nudos y se ataban otros, mientras aseguraban una y otra vez que todo estuviera seguro y en su sitio.

Así se daban ánimos con bromas y con gritos, mientras miraban como la costa de La Gomera comenzaba lentamente a alejarse.
Desde el castillo de La María Galante, el capitán también se mostraba ansioso.

Sus pensamientos iban más rápido que las tres naves ¿Serían suficientes las provisiones? Y las armas ¿Tendrían necesidad de usarlas? El título de Almirante, las espuelas de oro, prometidas, la gloria lo esperaban. No era en las sedas ni en la plata en lo que pensaba.

Hombre práctico, había cargado agua y comida como para seis meses y, confiado y seguro, había embarcado a un tal Luis de Torres, que había sido judío y que, le aseguraba conocer hebreo, caldeo y arábigo.
La corona le había adelantado un millón de maravedíes que en propia mano le entregó Santangel, medio millón le había sido prestado por Martín Alonso mas lo que restaba y que habían aportado los Pinzones, no estaba mal para seis años de espera y de frustración.

Años en los que debió humillarse como un mendigo, soportando burlas y hasta el escarnio, teniendo que explicar una y otra vez un proyecto que se había transformado en su obsesión.

Pero allí estaba y allí navegaba. Al alba del 9 de septiembre, a nueve leguas de la isla de Hierro se dejó de ver tierra , la última que verían.
Muchos fueron los que sintieron miedo en ese momento pero no él, el capitán conocía de memoria a Esdras, a Toscanelli, había repasado una y mil veces en esos años las longitudes descritas por Marco Polo y estaba tan seguro de lo correcto de sus mediciones que le había prometido al mas joven de los Pinzón que no navegarían mas de setecientas leguas sin encontrar tierra firme.

Los reyes habían prometido una pensión vitalicia de diez mil maravedíes al primero que distinguiese las Indias, y esto en parte, solo en parte, hacía olvidar la angustia que provocaba ese mar desconocido.

Pero los días pasaban y la tensión aumentaba.
Los comentarios a espaldas del capitán, las dudas que corroían el corazón y que se convertían en odio desconfiado: Que estaba loco, que estaba poseído, que los había engañado, que los llevaría a la muerte segura.
El océano tenebroso enloquecía las brújulas y a los hombres que, convertidos en una jauría aterrorizada ya hablaban de regresar a Palos como sea.

Sus espías le informaron de las habladurías pero el no se alteró. Había comandado hombres durante años, y, consultando con Martín Alonso, éste lo apoyó resuelto. En voz alta y ante la marinería reunida a pleno, le aconsejó al Almirante (así lo llamó) ahorcar o tirar por la borda a media docena de los mas revoltosos, con lo que terminó con el principio de motín que lo amenazaba.

Por la noche, y por primera vez, ya que nunca se unía a los demás, bajo del castillo para cantar la Salve junto a todos. Les recordó la promesa de los reyes y el ánimo pareció retornar a las almas que, alumbradas por las farolas marineras, buscaban en esas estrellas desconocidas alguna señal, algo mas que palabras de aliento y promesas.

El 25 de septiembre Pinzón creyó ver tierra y lo voceó reciamente produciendo un enorme revuelo; los mas resueltos se subían a los mástiles, se gritaba, se reía y se rezaba pero, al llegar el alba la pena de la decepción amenazó convertirse en cólera.

Pocos días después fue desde La Niña que se escuchó el tiro de lombarda y se izó la banderola pero, al hacerse noche, los ojos que querían taladrar el horizonte se derrumbaban.

El 7 de octubre anotó en su diario "toda la noche oyeron pasar pájaros", y por la tarde fue que se empezó a escuchar.

Era un zumbido sordo y lejano.
Uno de sus hombres mas fieles subió alarmado. El mar se movía.
El viento había dejado de soplar hacía horas pero igual se mandó amañar todas las velas quedando solo el treo, que es la grande sin bonetas. Viendo que tampoco resultaba hizo retirar esta última para comprobar, asombrado, que la nao seguía su curso como en un río.

Las otras dos la seguían sin perder distancia pese a que también habían recogido el velamen completo. En el horizonte una espesa línea de nubes se confundía con el océano.

Decidido, subió al castillo de proa y arengó a los hombres con fiereza. El había visto muchas veces esos ríos que surcan el mar, la falta de viento, y el zumbido eran señales, como lo habían sido las agujas imantadas que enloquecían o las sirenas que algunos decían haber visto en la noche. La espesa nube del horizonte señalaba el fin del viaje, Cipango, Catay, el Gran Kan, las sedas el oro, no había porque desanimar.

Los hombres lo escuchaban enmudecidos; el zumbido era ahora tan fuerte que las últimas palabras ya no se oían. Las órdenes de alejarse de la borda fueron inútiles ya que como hipnotizados no podían dejar de mirar ese mar sin olas, sin viento, sin color, que los llevaba.
Nadie durmió esa noche, que se había quedado sin estrellas aunque el aire fuera limpio y no amenazara con llover.

Encerrado, el Almirante se prometía una jornada de gloria; sería el Libertador de Jerusalén, el Príncipe del Oeste, Liberador de la Casa de Sion, Almirante de la Mar Océano, tal vez Virrey. El trato de Don , para el y sus hijos, las espuelas de oro. Los golpes en la puerta no lo alarmaron.

Rodrigo, Sánchez y los otros prácticamente lo arrastraron hacia la cubierta donde todo era un infierno de gentes que corrían sin sentido gesticulando y seguramente gritando aunque, nada podía ya oírse salvo ese ruido estremecedor que todo ensordecía. Ni gritándose en la cara podían ya escucharse; por otra parte, aunque hacía tiempo que debía haber amanecido la penumbra dejaba ver poco y nada. De La Pinta y La Niña ya nada se sabía.

Uno de los marineros se acercó a increparlo y, aunque debieron desenfundarse las espadas para protegerlo, algunos golpes y escupitajos le ofendieron el rostro.

No intentó siquiera defenderse. Con el crucifijo aferrado intentó subir a uno de los mástiles pero ya La Gallega o La Marigalante como la llamaban los marineros, pese a que el intentara en vano que la bautizaran Santa María comenzó a inclinarse hacia la proa Hombres, maderas y fierros, sogas y velas, todo se desplomaba y rodaba mientras la nao, con la popa despegada del mar que la llevaba, se inclinaba hacia el abismo donde terminaban las aguas y la luz, que se devoraba los barcos, los hombres y sus sueños.




Dios



La Gran Asamblea Ecuménica por fin se había puesto de acuerdo. Cardenales, rabinos, imanes, pastores, lamas y chamanes. Representantes de todas las religiones se abrazaban como hermanos. La discusión había llegado a su fin.

Lo que parecía ser una cuestión semántica se convirtió en ideológica. El "Programa de las Naciones Unidas para la Búsqueda de Dios" según algunos, escéptico y agnóstico, mutó por el más apropiado: "Programa de las Naciones Unidas para el Encuentro con Dios".

El mundo se había vuelto miserable e irracional. El capitalismo había arrasado con los estados nacionales y lo que quedaba de estos era una patética muestra de impotencia para controlar el despiadado sistema de corporaciones que controlaba el planeta.

Habían vuelto antiguas lacras como la esclavitud y las guerras de religión. Guerras emprendidas por ejércitos privados para el control de nuevos mercados y que la propaganda travestía como "conflictos religiosos".

Las Naciones Unidas eran, de hecho, un instrumento más de la dominación mundial.

El viejo foro de discusiones servía ahora para cosas que un siglo atrás hubiesen levantado un mar de indignación. La anulación de los derechos elementales para las naciones "atrasadas" justificaba nuevamente la esclavitud de africanos, eslavos y mestizos americanos.

Las "repúblicas" eran fachadas vergonzantes donde minorías oligárquicas ejercían un poder brutal e idiotizante. Una cultura planetaria basada en el consumo había barrido con las particularidades y sólo se hablaban media docena de lenguas. Las grandes cadenas de televisión, la música estridente y las drogas sintéticas habían convertido a los humanos en un rebaño embrutecido.

Los libros eran objetos despreciados por las mayorías. Los jefes políticos y religiosos hacían continuas campañas en su contra. No era extraño que las viejas religiones hubiesen vuelto con un poder semejante al del mundo medieval.

Con el regreso de los estados teocráticos, a nadie le sorprendió que científicos de todo el mundo se propusieran hablar con Dios, o por lo menos, escucharlo. Representantes de las religiones más numerosas, reunidos en una gran asamblea ecuménica, propusieron una simple pregunta que debía repetirse en todas las lenguas conocidas.

"Padre celestial ¿Nos escuchas? ¿Podrías enviarnos un mensaje? Los hombres y mujeres del planeta Tierra esperamos una señal tuya".

Las gigantescas antenas del SETI, con las que se buscaba desde hacía más de un siglo alguna señal de vida extraterrestre, rastreaban ahora la voz del eterno. Todos quisieron tener aunque fuera una porción de gloria. Se montaron gigantescos monitores en red en Jerusalén, El Vaticano, La Meca, Tibet, pero también en Machu Pichu, en las estepas siberianas y en los polos.

Nadie quería estar ajeno. Al año de insistir con la emisión, unos jeroglíficos que aparecieron en las pantallas hicieron detener el corazón de los técnicos que, rutinaria y desganadamente, pasaban sus horas entre el póquer y la televisión. Durante varias generaciones habían esperado en vano alguna señal de vida extraterrestre. Era la primera vez que algo sucedía.

Durante días las sofisticadas computadoras se llenaron de signos incomprensibles. No faltó la idea conspirativa sobre un hacker bromista, pero rápidamente se descartó. La señal venía de los cielos.

Lingüistas, semiólogos y expertos en decodificación discutieron y analizaron hasta el cansancio las siete líneas que se repetían. El 7, número cabalístico por excelencia, pensó algún rabino trasnochado. El que contestaba no podía ser otro que el Dios judeo-cristiano.

Sin embargo la lengua utilizada era una antigua forma semítica caldea a la que se fue agregando el arameo, copto, chino mandarín, luego maya, latín, griego, y por fin formas más modernas del árabe y hebreo. Otras resultaron incomprensibles aun para los más sabios.

En todas, el mismo mensaje se repetía invariable.
Durante más de un mes se rastreó toda posibilidad de engaño hasta desecharse la más remota. El mensaje era inequívocamente la voz del Supremo Hacedor que contestaba a la pregunta. Siglos y siglos de espera culminaban.

Las multitudes congregadas frente a las enormes pantallas estaban en éxtasis. En Roma, el Papa, hincado en posición suplicante, competía con las imágenes del Gran Rabino y con la de los ayatolás, que parecían estar en trance. Hubo escenas de histeria, de llanto y rezos frenéticos. De rodillas, los hombres veían como alucinados el mensaje del Creador.

Cuando por fin se detuvo la escritura que sin duda abarcaba todas las lenguas humanas, un estremecimiento recorrió el planeta.
En la vieja lengua de Cervantes el Padre Eterno decía inequívocamente.
"LA PUTÍSIMA MADRE QUE LOS PARIÓ. DIOS".

El sentimiento general, que era en principio de asombro y estupefacción, se transformó con las horas en furia homicida. En las grandes ciudades, inocentes grupos de Hare Krishna que cantaban en los parques fueron perseguidos y asesinados a garrotazos por turbas enloquecidas. Los temores atávicos encendían el peor de los odios.

La respuesta levantó una ola de interrogantes y de discusiones teológicas. ¿A quién se refería el Supremo Padre Celestial? ¿Había entonces una madre primordial ya olvidada? Cristianos, mahometanos y judíos de todas las tendencias se acusaban mutuamente del mal humor divino. El clima de fraternidad se quebró como un cristal y las explosiones atómicas volvieron a asolar la Tierra.

"Ya habrá tiempo de mejorar las cosas", comentó con una sonrisa alcohólica George Bush IV, el presidente de los Estados Cristianos de América en la asamblea extraordinaria de las Naciones Unidas.

El representante de la joven República Evangélica de Patagonia, uno de los territorios en que se había dividido la República Argentina luego de la guerra civil de fines del siglo XXI, fue el primero en aplaudir el estúpido chiste.

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Leonardo Killian

El autor nació un 25 de mayo de 1952 en Parque Chas, donde aun sigue viviendo.

Estudió cine, fotografía y es profesor de historia. Trabaja en el CONICET y además de dar clases como docente colabora en programas de radio y TV, donde hizo una historia del siglo ligada al cine. Tiene predilección por la metaficciones (historias conocidas a las que les cambia el sentido).

Publicó el libro de su autoría llamado "El gato canoso Cuentos", de la editorial El Escriba.

Su cuento "Ilsa Lund", ganó el concurso llamado Café, Bar, Billares homónimo del programa de radio, en el que la temática era contar historias de la Ciudad de Buenos Aires.

Consultas:
elgatocanoso@yahoo.com.ar


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Por Leonardo Killian

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