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Don Borges y don Tarzán, azorados, en un día vergonzante, a media asta, para el luto

 

 

 

 

 

Días negros, de desasiego, de pesadillas; días jodidos estos del final del agosto del año 2024 después de Cristo. A ver, ¿para quiénes estos días han resultado así de insoportables? Digámoslo rápido: para una gran cantidad de periodistas, alias, “comunicadores”.

 

Por Rodolfo Braceli

 

¿Y quiénes son esos periodistas? Los hay estelares y los hay no tan estelares. Aquellos a los que les resulta intragable la celebración de los nacimientos de Jorge Luis Borges y de Julio Cortázar, el 24 y el 26 de agosto, respectivamente Y, a partir de la recordación del primero, la celebración del día del Lector. (Y de la lectora) Justamente, del lector, en medio de un oasis de burros que no leen ni las solapas de los libros.

La verdad de la milanesa es que estos días vienen nauseabundos porque lectores, auténticos lectores, hay mucho menos que muchos. Si algo caracteriza hoy a una andanada de periodistas que pululan en los medios gráficos, radiales y televisivos es su evidente alergia a los libros.

Estos, más que periodistas son agricultores. Son agricultores porque cultivan ignorancia a raudales, a rajacincha. Se solazan con sus precariedades. Viven en estado de digestión, agarrados a la (des)cultura y, en consecuencia, muy afincados en la porfiada mediocridad. Por todo esto, los días del Idioma y del Lector en estos pagos resultan fechas propicias al cólico, disimuladas, pronto traspapeladas.

Convoco a los eventuales lectores de cualquier sexo, edad, idioma, religión no al “escrache” pero sí a detectar a periodistas perseverantes en la ignorancia. Ni hace falta decir nombres y apellidos; ellos se delatan apenas escriben, apenas balbucean una opinión. La sintaxis penosa, invertebrada, enseguida les alumbra el semblante, y muy pronto les arranca la careta.

Atención: nos encontraremos con esta clase de burros crónicos también entre periodistas estelares, famonudos y a veces hasta multipremiados. Entre ellos la pobreza del vocabulario, la sintaxis estreñida hace juego con la obsecuencia y sumisión de su aparato reflexivo. La anemia del vocabulario se les traduce en un lenguaje paupérrimo y desteñido y sonoramente escaso. Disimulan, ametrallando con lugares comunes.

Digámoslo: esta especie de seres humanos apenas si se expresan mejor que el rey de la selva, el campeón de los gerundios, el noble Tarzán. Así es que al Día del Lector y de la Lectora se lo celebra, pero con fruncimiento,  ninguneado. Es un día para la náusea, en la medida que la fecha los enfrenta al irrefutable espejo de sus cuantiosas carencias. Basta con tener un rostro femenino o un porte masculino digamos, bien parecido, para poder entreverarse con la manada de los exitosos. Los unos y los otros leen menos que poco. Una vergüenza, una lástima.

Recordemos: Tarzán se agarraba de los gerundios como de las lianas y emitía una que otra palabra, palabra culebreando entre desesperados puntos suspensivos. Pero, dada su circunstancia selvática, a Tarzán se le perdonaba que sinónimos, adjetivos, adverbios le fueran tan ajenos como el peine y el desodorante.

Quienes no tienen perdón de los dioses son los periodistas afincados en la obscena comodidad de la tenaz, de la renovada ignorancia. Por años, en esta patria idolatrada se ha parloteado sobre la sagrada “libertad de expresión”. Digámoslo: los primeros en sabotear esa “libertad de expresión” son esa manga de periodistas que se expresan desde sus carencias, agravadas por la abulia.

No le demos vueltas: se atenta contra la libertad de expresión cuando comunicadores galardonados se manejan con un vocabulario de cuantiosa escasez. No cuesta nada detectar a estos personajudos que hacen gala de su indigencia reflexiva haciendo juego con su pobreza de vocabulario.

Un par de ejemplos: hay un conductor todavía en actividad, casi siempre radial, divertido él, veterano y muy premiado, que cuando no sabe cómo definir algo (cosa por demás frecuente) le abrocha el término “emblemático”. “Emblemático” vale para calificar a un restaurante, a un político, a una canción, a un libro, a la mismísima lora… Ese mismo conductor, cuando dialoga con entrevistados, simulando sorpresa e interés en lo que expresa el otro, cada tanto le dice “Mirá vos”.

Naturalmente, este conductor, tan pariente de Tarzán por el miserable bagaje de su vocabulario paupérrimo, tiene una vitrina repleta de estatuillas, plaquetas, de oro y de platino. Parafraseando a don Borges, podríamos decir que un vaso de agua, una faja de honor de la SADE y un Martín Fierro no se le niegan a nadie.

Otro caso: el de una experimentada periodista –ya fuera de servicio– que fue recontra galardonada. Esta señora encarnó uno de los mejores peores ejemplos en cuanto atentar contra la “libertad de expresión”. Lo hizo cada día desde su vocabulario de acrisolada pobreza. Espeluznaba escuchar cómo flaqueaba esta señora cuando se apartaba de la lectura de los diarios que los productores le subrayaban. Su nula capacidad de adjetivación hacía pensar que los jíbaros anduvieron por aquí. A todos los temas ella los sellaba con una única palabra: “terrible”. Terrible el calvario del familiar de una víctima del atentado a la AMIA. Terrible los 160 pacientes muertos por dos enfermeros uruguayos que inyectaban aire en vez de morfina. Terrible una chiquita dada por muerta al nacer. Terrible lo del preso que se tira de la ambulancia. Terrible lo de aquella mujer que confundió una caja de pirotecnia con una caja de pan dulce. Terrible, por supuesto, el precio del tomate. En fin, terrible que esta famosa mujer, con la considerable cantidad de edad que llegó a tener no haya sumado al menos una palabra por semana a su magro vocabulario.

Atención, esto nos vale para todos: incorporar una palabra por semana, 4 por mes, unas 50 por año, significa en diez años, disponer de unas 500 palabras más. En cincuenta, 2500. Es decir, sobrellevar la inevitable vejez con las muletas de un vocabulario más decoroso y no tan distante del que nos prodigaba don Borges. (El sumo Ciego, donde esté, tiembla horrorizado).

Tanta ignorancia circundante indigna y desconsuela. De ninguna manera sugeriría que se les callen las bocas, porque eso también sería atentar contra “la libertad de expresión”. Y la libertad de expresión debe bancársela, incluso tolerando a (des)comunicadores millonarios en carencias, que compiten con las limitaciones del entrañable Tarzán.

Posdata.  Por favor, escribamos el castellano en castellano. Qué cuesta. A don Tarzán se le perdona su abundancia de carencias, pero a nosotros, los presuntos comunicadores, no. Tanto y tanto jodemos con la ética, pero con qué frecuencia nos cantamos en la ética de la sintaxis. Tanto y tanto peroramos escandalizados por la corrupción y a diario, las veinticuatro horas del día, practicamos la madre de todas las corrupciones, la del lenguaje. Lo usamos al lenguaje para mentir con alevosía y además lo reducimos a su mínima expresión. Y esto no porque perpetremos “malas palabras”, sino porque hacemos ostentación de brutalidad. Con rubor, con vergüenza –si es que no la hemos perdido del todo– declaramos que el Día del Lector, y de la Lectora, tan cacareado entre nosotros,  debiera ser de “emergencia idiomática”; una especie de duelo nacional. Un día de luto, con bandera a media asta y corbata negra. Un día para que Dios y don Borges y don Cortázar nos lo demanden.

Lo dicho: la ignorancia nos asemeja peligrosamente a don Tarzán. Agosto nos interpela. Así es: Estos días con sus noches, la extendida falta de lectura y la consecuente ignorancia nos asemejan peligrosamente a don Tarzán. Pero él rey de la selva, qué culpa tiene. No, no tiene la menor culpa. Madremía, madretuya, pobre Tarzán: así es: a don Tarzán se le perdona su abundancia de carencias. A quienes desde la impunidad usan nuestro azorado idioma para mentir con alevosía, a esos absolutamente nada que perdonarles.

 

 

Este texto se publicó originalmente en la versión online del diario JORNADA, de Mendoza. Esta es una versión levemente aumentada.

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