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Los monólogos cómicos de Dan Trugman

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La vida de la enfermera de "Silencio Hospital"


¿Quién no tendrá gratos, y por sobre todo, alegres recuerdos en la sala de espera de algún hospital? Todos los tuvimos, y pocas veces reparamos en la artífice de esos momentos llenos de magia. Es que Sarita Maschwitz, la pulcra y altruista “Reina de la Asepsia 1948” que nos acompañaba y orientaba desde el cuadro en lo alto de la pared, (nunca en el centro exacto, ella prefería el bajo perfil propio de la humildad de los grandes) elaboró su carrera precisamente sin hacer ruido.

Sin embargo, no hubiéramos sabido cómo conducirnos en ausencia de su fina y sutil impronta. De hecho, Sarita se erigió en guía de multitudes mucho antes de jerarquizarse como caba mandona; y era esto lo que definía el mérito por sí solo. Para las mujeres, era un auténtico modelo de vida; para los niños, una irrefutable y protectora tutoría; para los hombres, era como una de esas camareras de piernas...bonitas a las que uno aspira a conquistar –encima era callada- y obligan a ser solícito y gentil. En la más famosa de sus fotografías, por supuesto, ella ocultaba la mano del anillo. Profesionalismo puro.

Jeremías Glandez, el primer paciente que dejó de hablar cuando vio el cuadro, (y que luego se convertiría en habitué hospitalario compulsivo por causa de su ferviente admiración) rememora: “Jamás un gruñido, una palabra fuera de lugar, nada. Una dama en todo sentido.

Yo siempre miraba aquella técnica artística depurada que sugería el SSHH con ese dedo firme que apenas rozaba la boca; porque shushear, shushea cualquiera, pero fruncir labio superior e inferior combinando un ballet del índice, ¡ahí te quiero ver!... Confieso que en un comienzo lo mío fue amor; nostante(SIC), mientras fundábamos el club de fans de Sarita, dejé de tener las recaídas psicosomáticas que me llevaban a las guardias sin pretexto médico. Entonces valoré más su faceta talentosa”.

En efecto, entregada a su público, no claudicó ante la tentación comercial ni siquiera al recibir la oferta del director titular de Botiquines Rex para explotar su imagen a nivel de merchandising, incluída la grabación del disco “Cállate”, de surcos mudos (y cuyo tema hit, el # 12, recién luciría los sólos de una caída de bisturí y espéculo al piso, totalmente accidental y en vivo). Inmaculada, ajena. Tal vez eso, más una breve época de adicción al agua oxigenada, le labró una imprevista competencia.

Sí. La mirada popular se volvió a la enfermera de seudónimo Ethel Esther Ether, que cultivaba el ahora célebre CH-CH-CH, variación del SHH y derivado del “CHITON” hispano, también con un remoto parentesco relativo al HUSH anglosajón, para más datos.

Se trataba, claro, de una imitación de lo que hacía nuestra heroína, pero para clínicas, sanatorios y hospitales privados. Al igual que cualquier otra moda, esta versión resultó efímera. Además silenciaba poco: La gente ya no se callaba tanto, y menos si estaba pagando.

Por ello, Sarita resurgió como debía, casi con mutismo e intransigente dignidad bono cooperadora. Y el mundillo de las salas de espera la aplaudió de pie y a rabiar; lo que quizá conspiró levemente contra el objetivo del cuadrito.

Por pedido de los propios internados, a quienes esto último no había quitado el sueño, la foto de “Silencio: Hospital” reapareció en las paredes de numerosos nosocomios, e, incidentalmente, el hecho de tal restitución es hoy conmemorado por la historia de la comunicación de masas como el primer “pop up” o ventana emergente enfermiza de todo el mundo.

Después, cuantiosos seguidores reanudaron sus votos de silencio. Los discípulos como Marcel Marceau le rindieron culto a la inmortal enfermera silente. Y el resto es historia agridulce: Diversos radioaficionados interceptaron su correspondencia en Morse. Sarita Maschwitz tenía un amorío con Bernardo Fofolrein, un parlanchín visitador médico que, a decir de varios residentes, aunque complementaba a nuestra enfermera en locuacidad, provenía de un dudoso laboratorio farmacológico ausente de las nomenclaturas del vademécum. Llegó el matrimonio, luego el duro divorcio y más tarde el escandaloso juicio por bienes gananciales…

Tras eso, Sarita tuvo que renunciar a la exhibición de falange, falangina, falangeta y al título “Hola, Sarita”, que identificaría a su programa televisivo de entretenimientos por señas.

El episodio resonó entre la enardecida población, que no podía mitigar semejante desilusión; chatas y papagayos volaron a través de ventanas hospitalarias hacia las avenidas. Pero Maschwitz no dijo más, cual galena Greta Garbo, y se retiró a curar empachos veterinarios.

Aún tras este desenlace, su hidalga égida y sus baños de esponja continúan vivos en nuestra memoria. Honrémosla hoy mismo con un minuto de murmullo.







Dan Trugman
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