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ALÍ

En una nueva entrega de nuestra sección literaria, publicamos el cuento «Alí» que nos envió nuestro vecino Fabián Veloso.  Este texto formó parte de la antología narrativa “Contate algo”, presentada en el Centro Cultural El Kultrun en diciembre de 2013. 

 

 

 

 

Una noche el respeto
bajó y te puso bella corona,
respeto de mortales
que muerto al fin te hizo persona.

Silvio Rodríguez

 

Como perdido en un laberinto plagado de misterios recorrí sus calles encantadas e infinitas. Me dejé llevar por sus curvas sensuales que insinúan lo incierto en cada esquina. Sentí la magia de esa relación íntima que aún gozamos los sobrevivientes. Disfruté cada paso guiado por el sonido inconfundible del silencio, con el sol del otoño acariciando mis canas. En el camino me crucé con las almas olvidadas desde siempre: una mujer sin edad girando por Berlín con su batón al viento; un taxista sin respuestas por Hamburgo persiguiendo al Ángel gris; un niño buscando una pelota colgada en algún techo. Y me embriagué de recuerdos, como si me hubieran arrojado un balde de nostalgia. Recordé esos instantes eternos en que se expresa la belleza de una infancia feliz. Me sentí otra vez dueño de sus calles. Imposible creer que no circulaban automóviles y que los pasajes se transformaban de manera natural en la extensión de nuestras casas. Las puertas abiertas de par en par y los vecinos con sus sillas sobre la vereda. Las mesas en la calle junto a los parlantes para recibir el año nuevo y los baldazos de alegría en carnaval que nos empapaban el alma. La feria de los martes en la calle Bárcena –hoy Barzana- alfombrada de adoquines, con su mezcla de olores y sabores y los feriantes ofreciendo a viva voz desde pescado hasta dulce de batata. La plazoleta Andrés Chazarreta con sus bancos con listones de madera y el bebedero de piedra, que nos calmaba la sed para poder seguir jugando. El progreso llegó a la periferia, pero no le dimos permiso para entrar. Para ver los edificios había que ir hasta la avenida de Los Incas. Abrí sin prisa las cajas de mi memoria. ¿Por qué no invocar los recuerdos si al fin y al cabo son parte de nuestra existencia? Sin embargo, los lugares se recuerdan por su gente. Los de ayer y los de hoy. Los que algún día seremos fantasmas.

Al pasar por la calle Belgrado volví la mirada hacia un chalet construido sobre un terreno baldío. De pronto vi caer las tejas como copos de nieve, luego las ventanas se desprendieron dejando los vidrios esparcidos por la vereda y bastaron segundos para que los ladrillos se derrumbaran ante mí. Por un momento la implosión me paralizó. El terreno recobró vida con sus yuyos y escombros. La calle de cemento se cubrió de tierra. Mis canas se borraron. Y puedo jurar que lo vi. Encorvado y harapiento, con el pelo enmarañado de color indefinido y una barba espesa que le tapaba la cara. Sólo se distinguían sus ojos enormes que se agrandaban cuando se enfurecía. El rostro temible, la nariz torcida e incompleta, Ahí estaba don Alí. En realidad, nunca supe su nombre ni su edad. Para nosotros, los niños del barrio, era como si hubiera nacido viejo. Era habitual verlo ir y venir con su andar desparejo mientras se rascaba la cabeza. Llevaba el calzado roto y los pies destrozados de tanto vagar. Sin embargo, para los extraños solía pasar inadvertido.

Durante esos años, se convirtió en objeto de burla y agravios. Nos divertía maliciosamente que nos persiguiera con su renguera a cuestas y nos lanzara su grito de guerra: “Diendaranabundagalicia, trákate, ¡zapallo podrido!”. Enfatizando el “trákate” con el movimiento de la mano rozando su cuello.

Por las mañanas, cuando pasaba el lechero, él se abría paso entre los escombros y malezas del terreno y parado junto al alambrado estiraba la mano con su jarrito de metal sin asas, para que don Rada lo llenara. Luego utilizaba la leche para ablandar el pan que alguna vecina le alcanzaba con desconfianza. En una bolsa de arpillera, que en ocasiones le servía de abrigo, guardaba las sobras para la tarde. Después salía a recorrer las calles en busca de tesoros y colillas de cigarrillo con algún resto de tabaco. Mi madre nos regañaba y nos decía que no nos juntáramos con Alí, porque era extraño.

A menudo frecuentaba los bares de la avenida recogiendo los restos de comida que dejaba la gente. Tenía un acuerdo con los mozos y no debía tocar la propina. Algunas veces no respetaba el pacto y lo sacaban a patadas. También lo echaba el párroco de San Alfonso, gritándole: “¡Fuera de acá Alí, que me espantás a los fieles!” Él se levantaba refunfuñando y al llegar a la esquina se detenía, se persignaba y se volvía hacia el cura vociferando: “Diendaranabundagalicia, trákate, ¡zapallo podrido!”

En las noches frías, acomodaba las mantas renegridas y envolvía sus pies con papel de diario. Una de las tantas veces que lo llevaron a la comisaría fue por haber amenazado a uno de los chicos que le había roto de un puntapié el cuenco donde tomaba agua. A los pocos días lo veíamos aparecer con su vista perdida.

A dos cuadras de casa se encontraba el parque Agronomía, donde solíamos ir a jugar. Siempre volvíamos con los bolsillos llenos de coquitos de eucaliptos, para que las abuelas los hirvieran. Decían que era bueno para el resfrío. Aún recuerdo ese olor. Otras veces regresábamos con la jeta violeta por las moras.

El día que recuerdo con nitidez estaba nublado y amenazante de lluvia, pero eso no detuvo nuestra visita al parque. Mientras buscábamos un lugar donde acampar, escuchamos un ruido como quien se zambulle, pero allí no había ningún lago, sólo árboles y plantas. Pasaron unos instantes y escuchamos gritos desesperados pidiendo auxilio. Corrimos hacia el lugar y vimos a Guille hundido hasta el cuello en un pozo de agua podrida. Al principio ninguno se animaba a acercarse, pero la situación se hacía cada vez más crítica y el terror nos invadía al ver los manotazos desesperados de nuestro amigo. Fue entonces que corrimos sin saber hacia dónde. En la huída encontramos varias ramas largas y volvimos al lugar con el último aliento. A medida que nos acercábamos notamos que los gritos habían cesado y comenzaba a llover. El agua caía sobre el pozo formando burbujas y Guille ya no se asomaba. Introdujimos las ramas a tientas con el fin de tocar el cuerpo de Guille, pero luego de varios intentos no encontramos nada. Temerosos y abatidos, decidimos ir en busca de ayuda.

En el camino, y a través de la lluvia espesa, distinguimos la silueta de Alí, de espaldas. Avanzamos hacia él gritando que nos ayudara. Pero no se detuvo. Jadeando y empapados nos fuimos acercando hasta ponernos a su lado y vimos que en sus brazos cargaba a Guille, que lloraba y se aferraba a aquel hombre que le había salvado la vida.

De regreso, tuvimos que convencer a la mamá de Guille para que no llamara a la policía. Luego de acceder a nuestro pedido, como recompensa le entregó a Alí varias monedas con las que compró una botella de grapa en la despensa de doña Carmen y caramelos para nosotros.

Luego de aquel episodio todo siguió como entonces. Hasta el día que colocaron un cartel en el baldío: “Se vende excelente lote apto para construcción de vivienda”.

Antes de marcharse, Alí se acercó a nosotros y nos dijo con voz ronca: “Todos tenemos una misión en la vida”.

 

 

 

 

*Los interesados en participar de esta sección pueden enviar sus poemas, crónicas, cuentos o relatos cortos que mencionen nuestro barrio a la casilla portalparquechasweb@gmail.com»

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Redacción

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