foto ParqueChasWeb
El cantor de tango, la nueva novela de Tomás Eloy Martinez
ParqueChasWeb estuvo en Parque Chas con el escritor y periodista
hablando de su nueva ficción, en donde nos dice porque
eligió para uno de los capítulos a este "barrio-laberinto"
de Buenos Aires. Adelantamos en exclusiva antes de su lanzamiento
en Argentina, un fragmento de la novela por gentileza de Editorial
Planeta.
Por Fernando Belvedere
para ParqueChasWeb
Reportaje
PChW: - Parque Chas es un lugar ideal para una novela?
TEM: - Uno de los ejes de "El cantor de tango"
son los laberintos y si hay un laberinto emblemático en la
ciudad de Buenos Aires ese es Parque Chas.
Lo que ocurre es que cuando se camina por las calles del barrio al
laberinto no se lo ve, por eso traté de, reforzando las ideas
del laberinto suponer que cualquier paseante que camine por Parque
Chas pueda toparse con ese laberinto: Casas iguales que no lo son,
calles que cuando uno llega a una esquina en un lugar u otro están
muy distantes entre sí, ese tipo de cosas que son como desvios
del espacio para mostrar que el laberinto se da en el tiempo.
En la novela hay una visión de la ciudad y Parque Chas es un
eje. Aquí ocurre toda la escena que ocupa el penúltimo
capítulo y practicamente los episodios centrales del libro,
porque el último recital del Cantor de tango se hace en una
esquina de Parque Chas.
PChW: - Parque Chas ya le era un lugar familiar?
TEM: - Elegí Parque Chas porque ya lo conocía,
era un lugar que me resultaba muy atractivo. Además cuando
uno lo mira desde arriba o en un mapa, se ve claramente que es una
zona fuera de registro en Buenos Aires, es como una afirmación,
un pronunciamiento que dice: - Este lugar es distinto!. En la novela
hay algunas alusiones al pasado del barrio, ilusiones de anarquistas
y comunistas de instalarse por aquí, aunque no hay nada que
haya sucedido en ese terreno, pero sí la referencia a los nombres
de algunas calles como la Avenida Internacional (hoy Benjamín
Victorica), la calle Berlín que al principio se la denominó
Bacunin y Tréveris que fue la ciudad natal de Carlos Marx.
foto ParqueChasWeb
PChW: - Hablando de laberintos. Cree usted que Argentina
está inmersa eternamente en un laberinto al que se no se le
encuentra la salida a tantos desencuentros producto de las antinomias?
TEM: - La Argentina ha equivocado el rumbo, más
de una vez, en un laberinto que no está en el espacio, como
dijo Sarmiento en su "Facundo" ("El mal que aqueja
a la Argentina es la extensión") sino en el tiempo, en
los desacuerdos de la historia. Aunque el nombre original de la nación
era el de Provincias Unidas, en verdad estuvimos marcados desde el
origen por la desunión entre el puerto y la tierra adentro.
En otras oposiciones históricas nos fuimos enredando: federales-unitarios;
civilización-barbarie; conservadores-radicales; golpes militares-
democracia. Así hemos ido creciendo en un tejido de contradicciones
y desigualdades. Como en todos los laberintos, también en este
hay una salida. Otras naciones con mayores conflictos que la nuestra,
como España, Italia y Alemania, la han encontrado. Los males
de los países duran más tiempo que los males de los
individuos, pero ya hemos visto la boca del abismo, a finales del
2001, y todo lo que podemos hacer ahora es ascender hacia el aire
libre.
Abril 2004 |
EXCLUSIVO
Adelantamos aquí un Fragmento del penúltimo capítulo
del Cantor de Tango, cuya historia se ubica en Parque Chas:
Al anochecer, cuando rugía
el tránsito y mi inteligencia era derrotada por la prosa de
los teóricos poscoloniales, me entretenía hojeando el
cuaderno de contabilidad de Bonorino, que abundaba en laboriosas definiciones
ilustradas de palabras como facón, piolín, Uqbar, yerba
mate, fernet, percal, a la vez que incluía un extenso apartado
sobre los inventos argentinos, como la estilográfica a bolita
o birome, el dulce de leche, la identificación dactiloscópica
y la picana eléctrica, dos de los cuales se deben no al ingenio
nativo sino al de un dálmata y un húngaro.
Las referencias eran inagotables y, si abría el volumen al
azar, nunca tropezaba con la misma página, como sucede en El
libro de arena, que Bonorino citaba con frecuencia. Una tarde, distraído,
encontré un largo apartado sobre Parque Chas, y mientras lo
leía, pensé que ya era tiempo de conocer el último
barrio donde había cantado Martel. Según informaba el
bibliotecario, el paraje debe su nombre a unos campos infértiles
heredados por el doctor Vicente Chas, en cuyo centro se alzaba la
chimenea de un horno de ladrillos. Poco antes de morir en 1928, el
doctor Chas libró un pleito enconado con el gobierno de Buenos
Aires, que pretendía clausurar el horno por el daño
que causaba a los pulmones de los vecinos, a la vez que impedía
prolongar hacia el oeste el trazado de la avenida de los Incas, bloqueado
por la brutal chimenea. La verdad era que el municipio eligió
ese lugar para ejecutar un ambicioso proyecto radiocéntrico
de los jóvenes ingenieros Frehner y Guerrico, cuyo diseño
copiaba el dédalo sobre los pecados del mundo y la esperanza
del paraíso que está bajo la cúpula de la iglesia
San Vitale, en Ravenna.
Bonorino conjeturaba, sin embargo, que el trazado circular del barrio
obedecía a un plan secreto de comunistas y anarquistas para
proporcionarse refugio en tiempos de incertidumbre. Su tesis estaba
inspirada en la pasión por las conspiraciones que caracteriza
a los habitantes de Buenos Aires. ¿Cómo explicar, si
no, que allí la diagonal mayor se hubiera llamado La Internacional
antes de ser la avenida General Victorica, o que la calle Berlín
figurara en algunos planos como Bakunin, y que una pequeña
arteria de cuatrocientos metros se llamara Treveris, en alusión
a Trier o Trèves, la ciudad natal de Karl Marx?
"Un colega de la biblioteca de Montserrat avecindado en Parque
Chas", anotó Bonorino en su cuaderno, "me guió
una mañana por ese enredo de zigzags y desvíos hasta
llegar a la esquina de Ávalos y Berlín. Para poner a
prueba las dificultades del laberinto, insistió en que me alejara
cien metros en cualquier dirección y regresara luego por el
mismo derrotero. Si tardaba más de media hora, prometía
ir en mi busca. Me perdí, aunque no sabría decir si
fue a la ida o a la vuelta. Ya el blanco sol intolerable de las doce
del día era el sol amarillo que precede al anochecer, y por
más vueltas que daba, no conseguía orientarme. En un
rapto de inspiración, mi colega salió a rastrearme.
Oscurecía cuando me vio por fin en la esquina de Londres y
Dublín, a pocos pasos del sitio donde nos habíamos separado.
Me notó, dijo, desencajado y sediento. Cuando volví
de la expedición, me acometió una fiebre persistente.
Cientos de personas se han perdido en las calles engañosas
de Parque Chas, donde parece estar situado el intersticio que divide
la realidad de las ficciones de Buenos Aires. En cada gran ciudad
hay, como se sabe, una de esas líneas de alta densidad, semejante
a los agujeros negros del espacio, que modifica la naturaleza de los
que la cruzan. Por una lectura de viejas guías telefónicas
deduje que el peligroso punto está en el rectángulo
limitado por las calles Hamburgo, Bauness, Gándara y Bucarelli,
donde algunas casas fueron habitadas, hace siete décadas, por
las vecinas Helene Jacoba Krig, Emma Zunz, Alina Reyes de Aráoz,
María Mabel Sáenz y Jacinta Vélez, convertidas
luego en personajes de ficción. Pero la gente del barrio lo
sitúa en la avenida de los Incas, donde están las ruinas
del horno de ladrillos."
Lo que decía Bonorino no me permitía entender por qué
Martel había cantado en Parque Chas. El delirio sobre la línea
divisoria entre realidad y ficción nada tenía que ver
con sus intentos anteriores por capturar el pasado -nunca creí
que el cantor se interesara por el pasado de la imaginación-,
y algunos relatos populares sobre las andanzas del Pibe Cabeza y otros
malvivientes por el laberinto carecían de vínculos,
en caso de ser ciertos, con la historia mayor de la ciudad.
Pasé dos tardes en la biblioteca del Congreso informándome
sobre la vida de Parque Chas. Verifiqué que allí no
se habían abierto centros anarquistas ni comunistas. Busqué
con prolijidad si algunos apóstoles de la violencia libertaria
-como los llamaba Osvaldo Bayer- hallaron refugio en el dédalo
antes de ser llevados a la cárcel de Ushuaia o al pelotón
de fusilamiento, pero sus vidas habían sucedido en lugares
más céntricos de Buenos Aires.
Ya que el barrio me resultaba tan esquivo, fui a conocerlo. Una mañana
temprano abordé el colectivo que iba desde Constitución
hasta la avenida Triunvirato, enfilé hacia el oeste y me interné
en la tierra incógnita. Al llegar a la calle Cádiz,
el paisaje se convirtió en una sucesión de círculos
-si acaso los círculos pueden ser sucesivos-, y de pronto no
supe dónde estaba. Caminé más de dos horas sin
moverme casi. En cada recodo vi el nombre de una ciudad, Ginebra,
La Haya, Dublin, Londres, Marsella, Constantinopla, Copenhague. Las
casas estaban una al lado de la otra, sin espacios de separación,
pero los arquitectos se habían ingeniado para que las líneas
rectas parecieran curvas, o al revés. Aunque algunas tenían
dinteles rosas y otras porches azules -también había
fachadas lisas, pintadas de blanco-, era difícil distinguirlas:
más de una casa llevaba el mismo número, digamos el
184, y en varias creí observar las mismas cortinas y el mismo
perro asomando el hocico por la ventana. Caminé bajo un sol
impío sin cruzarme con un alma. No sé cómo desemboqué
en una plaza cercada por una reja negra. Hasta entonces sólo
había visto edificaciones de una planta o dos, pero alrededor
de aquel cuadrado se alzaban torres altas, también iguales,
de cuyas ventanas colgaban banderas de clubes de fútbol. Retrocedí
unos pasos y las torres se apagaron como un fósforo. Otra vez
me vi perdido entre las espirales de las casas bajas. Desandé
el camino hacia atrás, tratando de que cada paso repitiera
los que había dado en dirección inversa, y así
volví a encontrar la plaza, aunque no en el punto donde la
había dejado sino en otro, diagonal al anterior. Por un momento
pensé que era víctima de una alucinación, pero
el toldo verde bajo el cual acababa de estar hacía menos de
un minuto brillaba bajo el sol a cien metros de distancia, y en su
lugar aparecía ahora un negocio que se postulaba como El Palacio
de los Sandwiches, aunque en verdad era un kiosco que exhibía
caramelos y refrescos. Lo atendía un adolescente con una enorme
gorra de visera que le cubría los ojos. Me alivió ver
al fin un ser humano capaz de explicar en qué punto del dédalo
nos encontrábamos. Atiné a pedirle una botella de agua
mineral, porque me consumía la sed, pero antes de que terminara
la oración el muchacho respondió "No hay",
y desapareció detrás de una cortina. Durante un rato
golpeé las manos para llamar su atención, hasta que
me di cuenta que mientras yo estuviera allí no regresaría.
Antes de salir, había fotocopiado de la guía Lumi un
mapa de Parque Chas muy detallado, que mostraba las entradas y salidas.
En el mapa había un espacio grisado que tal vez fuera una plaza,
pero su forma era la de un rectángulo irregular y no cuadrada
como la que tenía frente a mí. A diferencia de las callejuelas
por las que había caminado antes, en la que ahora estaba no
había placas con nombres ni números en la fachada de
las casas, por lo que resolví avanzar en línea recta
desde el kiosco hacia el oeste. Tuve la sensación de que, cuanto
más andaba, más se alargaba la acera, como si estuviera
moviéndome sobre una cinta sin fin.
Era mediodía según mi reloj, y las casas por las que
pasé estaban cerradas y, al parecer, vacías. Tuve la
impresión de que también el tiempo estaba desplazándose
de manera caprichosa, como las calles, pero ya me daba lo mismo si
eran las seis de la tarde o las diez de la mañana. El peso
del sol se volvió insoportable. Me moría de sed. Si
descubría signos de vida en alguna casa, llamaría y
llamaría sin parar hasta que alguien apareciera con un vaso
de agua.
|